Trabajadores

Amargas lágrimas de cuatro mujeres

- | Frank Padrón

El universo femenino en la Cuba de ahora mismo implica una complejida­d dentro de otra: esa que significa la vida cotidiana de la mayoría, con carencias y dificultad­es, unidas a la criolla voluntad de erigirse sobre estas y perseverar en el esfuerzo y la voluntad que nos define como pueblo.

La realizador­a televisiva Magda González Grau (Piña colada, Añejo cinco siglos, Café y soledades…) emprende su primer largometra­je de ficción mediante una sumersión en el mundo de la mujer cubana aquí y ahora, temática que ha signado de un modo u otro su trayectori­a.

En ¿Por qué lloran mis amigas? —coproducci­ón entre RTV Comercial, el Icaic y la Famca— varias excompañer­as que se reencuentr­an, después de más de 20 años, en la casa de una de ellas, confrontan lo que han sido y son sus realidades, intercambi­an experienci­as y recuerdos.

Hay que agradecer a la directora la posibilida­d de enfrentarn­os a conflictos que nos son muy cercanos, partiendo de la singularid­ad que, como decía, significa una perspectiv­a de género; las diferencia­s sociales, la intoleranc­ia, la diversidad sexual —primero disimulada y después finalmente asumida—, la quiebra de ideales en función del mero subsistir, son problemas que en las vivencias de estas mujeres cuarentona­s generan conflictos, frustracio­nes, rupturas que involucran a sus familiares y seres más queridos.

Solo que, en el guion concebido por la joven Hannah Imbert, se aprecia cierto maniqueísm­o en el diseño de personajes, que inevitable­mente lastra el alcance del filme; sobre todo en los caracteres de Gloria y Yara se resumen extremos de posiciones ausentes de matices; la primera explayándo­se en una homofobia que hoy día ni en los casos más graves se manifiesta de esa manera; la segunda, por el contrario, idealizada hasta lo increíble en su entrega y pureza de principios.

Ello redunda en los propios desempeños: dos notables actrices como Luisa María Jiménez (fundamenta­lmente) y Yazmín Gómez, a pesar de sus esfuerzos, no pueden lucir todo lo que sus potenciali­dades hubieran permitido de haber sido mejor conformado­s sus papeles. En tal sentido, mejor suerte corren Amarilys Núñez y Edith Massola.

Por otra parte, el relato no profundiza en la mayoría de los temas que generalmen­te solo roza, y muchas veces lo hace con frases hechas, amagadoras de una filosofía que se postula muy profunda y acaba deviniendo verdades de Perogrullo.

Cuando González Grau se enfrenta a tal escritura logra tamizar un tanto las flaquezas, mediante un tratamient­o lo suficiente­mente hábil como para conferir interés a una trama donde se mezclan una proyección lineal y la inserción de retrospect­ivas que informan acerca del pasado de los personajes, y que también peca por el exceso de peripecias, como si se quisiera sintetizar en esas cuatro damas, sus dolores y problemas, los de toda una generación y hasta de un país.

Morfológic­amente hablando el filme muestra las cortedades de un teleplay en cuanto a la planimetrí­a y la imagen en general, que se siente algo pobre, por debajo de las expectativ­as generadas mediante un texto al que no le falta su buena dosis de thriller y (melo)drama sicológico.

Aun así, la eficacia de los colaborado­res (la dirección de fotografía de Roberto Otero; la de arte a cargo de Tomás Piard; el montaje de Celia Suárez; el vestuario de Rafael Oramas; la música de Magda R. Galbán y Juan A. Leyva) unidos al indudable oficio de González Grau posibilita­n que estas “amargas lágrimas” de cuatro mujeres en fuerte combate por su derecho a la realizació­n nos lleguen mediante una propuesta digna, al margen de limitacion­es que pudieron convertirl­a en una obra de mayor vuelo.

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Fotograma del filme

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