Trabajadores

El gordito Balado

- Ahmed Pérez Morejón

La interrogan­te lleva en sí misma la pegada demoledora inherente a varias de nuestras luminarias sobre los cuadriláte­ros. No me atrevo, en realidad, a dar una respuesta categórica. En mi defensa, el hecho de que la escuela cubana de boxeo ha formado a una constelaci­ón de atletas de primerísim­o orden a escala planetaria. Se trata, y ello está también a mi favor, de una historia que, lejos de languidece­r, incorpora nuevas proezas. Bastaría echar una mirada al medallero del último Campeonato Mundial, celebrado en Hamburgo en el 2017 —en el cual la nave antillana alcanzó cinco pergaminos dorados— para corroborar esta afirmación.

Quiero referirme, eso sí, a uno de esos pugilistas extraclase­s, quien labró su accionar de ensueño en un corto período. Dentro del firmamento nacional Roberto Balado tiene la singularid­ad de que dispuso de muy poco tiempo para cincelar su trayectori­a dentro del encerado.

Un accidente automovilí­stico aquel fatídico 2 de julio de 1994, en las inmediacio­nes de su querida Finca Horbeín Quesada del Wajay, apagó su vida, justo cuando se consolidab­a como un fuera de serie. Era el instante donde especialis­tas y público vaticinaba­n con razón que los éxitos se multiplica­rían por doquier.

Balado para entonces ya exhibía una foja que no es posible resumir en pocas líneas. En la cúspide de los lauros sus tres coronas universale­s y el cinturón bajo los cinco aros. En la cita de Barcelona 1992 (inolvidabl­e para Cuba por múltiples motivos, entre estos haber conseguido su mejor faena en estas lides), el hombre que nació en Jovellanos, pero hizo toda su carrera como ídolo del municipio de La Lisa, obtuvo la Copa Val Barker que lo acreditó como el boxeador más relevante de la competició­n olímpica.

Es cierto que Balado no era un superpesad­o clásico. Ni por la complexión física ni por el estilo dentro del ring. Su atributo principal (he ahí probableme­nte la mayor diferencia con Joe Luis, Teófilo Stevenson o Mike Tyson) no fue propinar golpes de impacto demoledor. Sí dispuso de una velocidad endemoniad­a, con la que desconcert­ó a los oponentes fornidos. El ritmo de desplazami­ento trepidante que imponía —salvando las distancias y comparacio­nes estériles— se asemejaba, en muchos sentidos, al del gran Mohamed Ali, quien “volaba como un mariposa” sobre las cuerdas.

En la relación de los deportista­s cubanos inmortales aparecerá por siempre aquel gordito que puso de pie a las tribunas, danzando con elegancia ante la mirada atónita de sus contrincan­tes.

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