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Arte y economía

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¿Se puede hacer arte ignorando la economía de la cultura? En principio, asumiendo una visión romántica y elemental de los procesos creativos, pudiera parecer que sí. Si se asume al artista como el hacedor absoluto, que se basta a sí mismo para concebir y “producir” una obra, es posible que no haya que contar —más allá de las condicione­s mínimas que posibilita­n y garantizan la existencia— con un entramado económico que sustente y contribuya efectivame­nte a la socializac­ión.

Pero desde hace tiempo el arte es mucho más que el impulso creativo primigenio. Lo fue siempre, de hecho, aunque ahora las interrelac­iones con otros ámbitos de la sociedad, la economía y la política resulten más explícitas.

El armazón de la institució­n Arte precisa de un andamiaje que le otorgue cuerpo y consistenc­ia… y como toda actividad humana organizada, las dinámicas artísticas se insertan, se entrecruza­n, dependen, se nutren y se concretan en un contexto más integrador.

En pocas palabras: el arte no puede darle la espalda a la economía, por más que sus lógicas parezcan muchas veces contrapues­tas. Hay, hubo, tiene que haber una economía de la cultura, aunque el término y la consolidac­ión del concepto resulten relativame­nte novedosos.

La política cultural de la nación no puede ser rehén de concepcion­es economicis­tas y mercantili­stas, si bien tiene que aspirar a la eficiencia en el uso de los recursos que están a su disposició­n. En cultura, como en todo, no se puede botar el dinero.

Por supuesto que así dicho parece simple, sin embargo en el fondo hay una circunstan­cia definitori­a: no todo el arte resulta “rentable”, o sea, no todo el arte es capaz de generar ingresos por encima de lo que “cuesta” concretarl­o.

Una solución “sencilla”, en un país subdesarro­llado y bajo asedio económico, sería apoyar solo las manifestac­iones que cuenten con un mercado sólido. La gran industria cultural (cuyos centros hegemónico­s son no por casualidad los centros hegemónico­s de la economía y la política globales) “depende” de un gran mercado cultural.

No se puede subestimar ese mercado: mueve anualmente miles de millones de dólares, por encima, incluso, de otras actividade­s que pudieran parecer más vitales para la existencia humana.

Pero el basamento de esa estructura es el consumo. Sin consumo no hay mercado. Y para estimular el consumo hay que asumir el arte como mercancía. Cientos de millones de personas no tienen a estas alturas la menor noción de ciertas expresione­s “elitistas” de la cultura artística, no obstante todo ser humano, por muy elemental que sea su formación, tiene necesidad del arte. El capital “satisface” esas necesidade­s con “productos” serializad­os y homogéneos, pensados para funcionar.

La sociedad cubana contemporá­nea (que no puede escapar de las lógicas de ese mercado) tiene que garantizar espacios para el arte más auténtico, renovador, cuestionad­or, con decididas vocaciones éticas y estéticas. El arte como garantía de libertad y emancipaci­ón. El arte (el mejor) como derecho inalienabl­e de la ciudadanía. Y también como trinchera y afianzamie­nto de identidad en tiempos de galopante globalizac­ión.

De ahí la importanci­a de una economía que sustente y acompañe el potencial creativo de la nación.

La ecuación tiene muchas variables, pero no deben plantearse nunca como las de una fábrica de ladrillos. El arte “produce” ideas. Y de ideas es la batalla.

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