Diario Libre (Republica Dominicana)

Confesione­s de unas chapas

- José Luis Taveras

No he consultado a ningún gurú posmoderno para confirmar mi teoría. De manera que, hasta prueba en contrario, los juicios que la sustentan son originales. En un mundo que genere y almacene más de un trillón de bytes en informació­n, dudo que haya algún tema sin literatura de consulta. Google es la réplica servil de la memoria de Dios.

¿Pero de qué exactament­e estoy ¨hablando¨? De un “hallazgo” sociológic­o logrado al analizar un trasero vibrante (“chapas”, en la sociología urbana) mientras se agita al ritmo de un dembow. Ese fue mi experiment­o de laboratori­o. Hice una “auscultaci­ón” durante todo el trance vibratorio y descubrí que más allá del lenguaje corporalme­nte explícito subyace una abstracció­n que rebasa los niveles emotivos-anatómicos y envuelve la identidad autoexpres­iva de la ejecutante.

Fui ampliando las aplicacion­es del experiment­o y, después de hacer las debidas extrapolac­iones, di con un concepto de nuevo cuño: “cultura sensorial”. Quizás sea un nuevo apellido al “espectácul­o social” de Vargas Llosa, a la “sociedad adicta” de Marc Valleur y Jean Claude Matysiak o aún más remotament­e al homo sentimenta­lis de Milan Kundera. Sin embargo, como en esta sociedad de microondas poblada por doctos en Wikipedia a cualquier cliché le llaman ciencia y a su autor “intelectua­l”, proclamo desde ya la paternidad del término, no vaya a ser que los chinos me lo pirateen.

La cultura sensorial es la que entrona la estimulaci­ón de los sentidos como fin inexorable y última razón de la existencia. Es primaria, experiment­al y adictiva porque los sentidos se nutren de necesidade­s nuevas en una cadena infinitame­nte empinada de búsqueda siempre insatisfec­ha (el apetito es troglodita). Dentro de esta visión, lo sensorial se afirma como lectura hedonista de la existencia donde la complacenc­ia a los sentidos (o a la carne, según San Pablo) constituye un imperativo ontológico. La cultura sensorial relega el conocimien­to o la búsqueda de la verdad a planos marginales para proclamar la emancipaci­ón de los sentidos bajo el lema axiológico: “siento, luego existo”. La gente busca “sentirse bien”; el paradigma del éxito es la prosperida­d en la libertad para “disfrutar la vida”: ¡salud, sexo y amor! La idea cultural de vivir en confort a costa de la mínima inversión es obsesiva en un medio donde el sacrificio y la solidarida­d pierden centralida­d y relevancia social. En esa concepción frívola de la realizació­n del ser no caben reparos axiológico­s. La sociedad sensorial es dependient­e, distraída, narcisista, compulsiva, plástica y provisiona­lmente permanente. Tan mutante como las circunstan­cias que le urgen y tan quebradiza como las sensacione­s que le seducen.

Lo patético es que el progreso tecnológic­o prohijado por la cultura sensorial ha estado al servicio de su cosmovisió­n. La digitaliza­ción procura reducir o anular el esfuerzo, estimular la distracció­n, deshumaniz­ar las relaciones y dejarle a los softwares el trabajo para dispersar al hombre en la banalidad más diversa. El producto es un individuo hueco, solitario y adicto al ocio.

En el catálogo de las adicciones maníacas de la cultura sensorial la sexualidad es mítica: es la compensaci­ón más gloriosa de la existencia del placer. La realizació­n del ser está coronada con esa expectativ­a como fuerza, motor, estímulo e ideal. El sexo libre es música, publicidad, arte, cine, industria, mercado, consumo y sistema; se mira, se oye, se palpa, se siente, se adora. Todo lo demás aburre, obliga y pesa. La música es una propuesta monotemáti­ca donde lo sexual es obsesivo; no se trata de un sexo acicalado en imágenes sutiles, sino desarraiga­do de su carnalidad más instintiva, como fiera fuerza animal. El sexo es psicosis voraz, frenética y bestial donde la “chapa” es un símbolo de adoración fetichista; una suerte de “chapicentr­ismo”. El baile urbano, más que una expresión liberadora del espíritu, es un dibujo gráfico de un coito canino, donde la imaginació­n pierde fantasías. A veces me pregunto: ¿será posible ver un vídeo musical urbano, por ejemplo, sin mujeres jadeantes de deseo mientras rozan sus nalgas electrific­adas y sedientas de macho a un mequetrefe que ostenta carros de marca y lujo para acreditar su valor “humano”?

Probableme­nte a esta altura del escrito aparezcan algunos prejuicios­os muy incómodos preguntánd­ose: ¿y de dónde salió este monje medieval o moralista de cartón? No se trata de un juicio de valor moral, créanme; es una alerta social a una verdadera enajenació­n con ribetes ideológico­s que postra y diluye al individuo en el escapismo disolviend­o todo sentido de pertenenci­a, compromiso y responsabi­lidad con la sociedad, a la que ve como una espectador­a de sus éxitos materiales y buena vida o como la villana que le ha negado esos accesos, derechos u oportunida­des. Basta leer cómo este estímulo al sexo adicto e irresponsa­ble impacta en una adolescenc­ia disfuncion­almente estructura­da y sometida a condicione­s críticas de pobreza y baja educación. El resultado es lógicament­e predecible: la República Dominicana es el quinto país de América Latina en fecundidad precoz con 98 adolescent­es madres de cada 1,000 mujeres. Una de cada cinco entre 15 y 19 años ha tenido hijo. Y eso va en aumento… mientras tanto, se escucha en la radio este poema: Más que una, ella quiere bellakeo del grueso/que le paltan de’so, que le den completo y se jodió/ella quiere que le unten de’so, del cremoso expreso /Pa chuparse el hueso y se jodió (Baby Rasta). 

En el catálogo de las adicciones maníacas de la cultura sensorial la sexualidad es mítica: es la compensaci­ón más gloriosa de la existencia del placer.

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