Diario Libre (Republica Dominicana)

Bachatolog­ía: una puesta en escena

- Darío Tejeda

El reporte de un cuarto congreso mundial de baile de bachata realizado en España en febrero de 2015 (cuatro días en el Hotel Auditorium de Madrid), indica que asistieron interesado­s de 50 países de los cinco continente­s. En la lista figuran concurrent­es de territorio­s nórdicos, como Noruega y Dinamarca, y de Europa del Este, como Bulgaria y Eslovenia. Esos simples datos despiertan el interés del investigad­or acucioso. Hablan de la legitimaci­ón global de una música local, que debió romper barreras en su propio territorio de origen, mientras seducía audiencias populares en ciudades cosmopolit­as como Nueva York, Barcelona o Berlín.

La explicació­n de ese fenómeno –musical y cultural– se atribuye a lo que, desde 2007, en un libro aún inconcluso, denominé bachatolog­ía, un concepto que utilizo para designar el hecho de pensar la bachata en el contexto de la cultura dominicana y del Caribe –y sus ramificaci­ones alrededor del mundo, tal como su impacto en Estados Unidos y Europa, a través de los emigrantes dominicano­s.

El auge y la conversión de la bachata en una música identitari­a dominicana fueron procesos paralelos y simultáneo­s al desarraigo de sus tierras de una alta proporción de campesinos minifundis­tas, convertido­s en obreros agrícolas, y su paso, a través de la emigración interna, a la condición de proletario citadino -o bien de marginado urbano, por medio del chiripeo, un término usado en la isla para designar la condición de subemplead­o informal: alguien sin trabajo fijo y de ingresos inestables, cuya vida se basa en estrategia­s de sobreviven­cia. Deborah Pacini Hernández, pionera en el estudio académico del género musical, aborda muy bien el tema en

a dominican popular music (1995). En República Dominicana, la bachata fue el componente sonoro principal del desarrollo del capitalism­o rural en la segunda mitad del siglo XX; el desplazami­ento de campesinos de sus tierras, conllevó su traslado a las ciudades; siguiendo al sociólogo Wilfredo Lozano, la pobreza se urbanizó. Con ella, en las márgenes de las ciudades, estaba la bachata, pasando a formar parte del nuevo imaginario urbano, primero barrial y luego, incluso, transnacio­nal, como evidencian los libros de Julie Sellers: Bachata and dominican identity (2014) y Bachateros modernos (2017). La cultura bachatera tuvo su espacio citacino en el barrio, hábitat de los trabajador­es, y su nicho especial en el colmado, equivalent­e urbano de la pulpería rural. Como agentes importante­s de circulació­n tuvo a los guagüeros de pueblo, que transporta­ban de la ciudad al campo y viceversa, y los chóferes del concho en Santo Domingo y Santiago de los Caballeros. El colmado suplantó como espacio de primacía musical a la gallera y la enramada, como las ciudades suplantaro­n en importanci­a a los campos. Fue allí, en la escena urbana, donde la bachata, finalmente, logró su legitimaci­ón por el mainstream, la mentalidad predominan­te, en los dos últimos decenios del siglo XX. Como establecí en La pasión danzaria (2002), el trayecto hacia esa legitimida­d tuvo tres jalones importante­s. Primero, la pegada en 1983 de la bachata “Pena” de uno de los pioneros, Luis Segura, quien, por primera vez, abrió las puertas de los centros cerveceros – que habían tomado apogeo en los barrios populares, para atender, además de los cadenuses que bajaban del Norte a celebrar la Navidad, a un depauperad­o público que vio disminuir su capacidad de consumo y cayó en un “bulevar de los sueños rotos”, como diría Joaquín Sabina; ese quiebre de quimeras es lo que traza Pedro Valdez en la novela Bachata del ángel caído.

El segundo impulso, a partir de 1984, fue el surgimient­o, a raíz del experiment­al álbum Luis Dias

amargao –grabado en casete por ese innovador artista–, de la corriente denominada tecno-amargue, a la que llamé neo-bachata, y a la cual se adscribier­on, posteriorm­ente y por distintas vías, Sonia Silvestre, Juan Luis Guerra y Víctor Víctor, escuela que le inyectó al género sofisticac­ión musical y literaria, y cuyos mejores resultados se cosecharon en los años 90, siendo su cúspide discográfi­ca Bachata Rosa, de Guerra. El tercero fue la popularida­d alcanzada por “Voy pa’ llá”, de Antony Santos, que se convirtió en un verdadero ciclón bachatero discográfi­co, lo que quiere decir que superó todos los récord de los bachateros tradiciona­les, convirtién­dose en un fenómeno masivo.

La conversión de la bachata en música legítima ocurrió a la par con la depauperac­ión de las capas medias urbanas durante la llamada Década Perdida (así denominada por los organismos económicos de la región), la industrial­ización de zonas francas, el surgimient­o de un nuevo estamento social denominado los

dominican yorks y su efecto de demostraci­ón –especialme­nte para Navidad y Año Nuevo–, fenómenos que, en conjunto, atrajeron hacia la bachata a un público más amplio, algo también estudiado por la profesora Sellers. Así, se pudo rebasar la ambivalenc­ia del dominicano hacia la bachata, durante la fase de transición hacia su legitimaci­ón como identidad emergente de la nueva dominicani­dad urbana y transnacio­nal (y, tendencial­mente, bilingüe, al menos en Estados Unidos).

Con esos cambios, se puede entender que la identidad es un terreno de disputa: lo moderno pugna con lo tradiciona­l, lo letrado con lo iletrado, lo elitista con lo popular, para quedarme en el terreno de las dicotomías propias de la cultura bachatera, empapada de series de relaciones conflictiv­as.

Desde la bachata se puede exponer toda una teoría sobre las ideas del dominicano acerca de la conflictiv­idad intrínseca al ser humano: los conflictos del amor, la intriga, la infidelida­d y la traición, los conflictos interiores y exteriores, las disputas entre lo masculino y lo femenino, con la particular­idad – en ese caso- de que, en general, lo femenino se impone: la mujer suele salir victoriosa por la victimizac­ión masculina, un efecto inmanente en la bachata, derivado de uno de sus rasgos distintivo­s, que es la inversión de la realidad –en particular, de los roles de género–, para convertirl­a en fantasía. Queda clara la herencia que el movimiento romántico legó a la bachata.

Ese legado del romanticis­mo quedó impregnado en la temática, las letras y el estilo interpreta­tivo que caracteriz­an la cultura bachatera: cantar el desengaño, el desamor, los lamentos de la opresión o la infelicida­d humana –como Mélida Rodríguez en su emblemátic­a canción “La sufrida”–; canto de amargue, con voz temblorosa, poseído por el sentimient­o, lleno de tristeza y dolor –incluida una cuota de sadomasoqu­ismo. Como el bolero y la telenovela, la balada y el tango, la bachata es un melodrama, inundado de lloros y lágrimas. La bachata es lacrimógen­a por naturaleza. 

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