Diario Libre (Republica Dominicana)
Tensión y vacío (2 de 3)
Lo que por mucho tiempo había permanecido en la categoría de sospecha colectiva, se ha convertido en certeza: una parte importante de la clase gobernante tiende a gestionar el manejo de recursos públicos, con la mira puesta en su propia conveniencia.
Esa apreciación, tan generalizada, menoscaba la credibilidad y honra de la clase gobernante. Peor aún, no hace justicia con los que pretenden ir a construir la utopía desde el poder y los confunde con aquellos que solo aspiran a saciar su apetito voraz y vulgar de control y riqueza.
Los partidos y sus líderes son indispensables para el funcionamiento de la democracia, pero es imposible conducir una nación si quienes están llamados a hacerlo dejan de ser referentes a ser emulados y respetados.
La tarea por delante es fortalecer a los partidos y a su liderazgo, para que puedan jugar su papel decorosamente. Y evitar que fuerzas extrañas al funcionamiento democrático, intenten aprovechar cualquier vacío que se produjera como consecuencia del estado de insatisfacción de la población.
En el horizonte se vislumbran dos tipos de salidas a la crisis de credibilidad que se ha creado. Una, judicial; la otra, política. Ambas se complementan. Ninguna por separado puede reparar la desconfianza existente.
La primera salida, la judicial, consiste en que sean juzgados con imparcialidad todos los que son (no necesariamente los que están) en el expediente Odebrecht, y dejen de estar procesados quienes no lo son.
Hasta ahora no se percibe que el acuerdo alcanzado por el Estado con esa empresa, haya aportado elementos concretos de prueba que cubra el período completo en que ocurrieron los hechos.
La sociedad se pregunta, entonces, ¿a qué fines sirve dicho acuerdo?
No basta una mención, carente de concreción, por parte de un delator premiado en Brasil, para procesar a alguien y mucho menos condenarlo. En todo caso, sería una simple suposición, sujeta a ser investigada.
En argumento contrario, tampoco basta con que una o más personas no hayan sido mencionadas explícitamente en los papeles de Brasil disponibles hasta ahora, para liberarla de sospecha y enjuiciamiento, si las evidencias y apariencias condujeran a la necesidad de incriminarlas.
La investigación tendría que extenderse al período completo en que ocurrió el intercambio de intereses: por un lado, adjudicación de obras, con sus posteriores sobrevaluaciones, y, por otro, pago de sobornos y apoyo financiero para cubrir eventos políticos, electorales y no electorales.
Y ser realizada por fuentes genuinamente interesadas en escudriñar la verdad. Ese punto, es el meollo del asunto. Si no las hubiere, o estuvieren parcializadas, se estaría echando más carbón a la caldera social ya en ebullición.
Y ahí, emerge como un iceberg la debilidad del proceso que se lleva a cabo, pues lo transcurrido hasta ahora fomenta la idea de trato selectivo, apegado al populismo judicial, como si alguna mano invisible lo estuviera dirigiendo.
Cualquier resultado obtenido mediante la desnaturalización del proceso judicial, pospondría para más adelante las ansias de adecentamiento del sistema político y crearía un sentimiento de necesidad de cobro de cuentas a futuro.
En Brasil, donde sí ha habido correctivos y castigos, el estamento judicial opera con independencia. Aquí no puede decirse lo mismo, aunque debe reconocerse que existen jueces que constituyen una digna excepción a esa regla, tal y como lo acaba de demostrar Miriam Germán al pronunciar su voto disidente. Y como ella hay otros que honran la majestad de la justicia.
Ante esas circunstancias, el reto es buscar una solución que comporte un umbral, aun fuere mínimo, de imparcialidad.
No se trata de sacar el proceso judicial de su entorno institucional, sino de fortalecer sus integrantes, por ejemplo, mediante la designación de fiscales y jueces independientes de los centros de poder, pasados y presentes.
Algo similar a lo que se hizo en 1962, cuando se crearon tribunales especiales para juzgar, entre otros, el crimen cometido contra las hermanas Mirabal, y confiscar las fortunas mal habidas.
Si así se hiciera, el escarmiento resultante de las sentencias que pudieran pronunciar los tribunales, pondría bases firmes para el reforzamiento de la institucionalidad y promovería un cambio de conducta en la esfera política.
Quien sabe si de ahí pudiera resultar que se modelara en tablas de acero la idea de que al Estado no se puede ir a medrar, sino a servir.
Ese es el ejemplo que el país espera recibir de la clase política. Y sería el cimiento para la fundación de una nación próspera, dotada de instituciones fuertes, guiada por la ética y el desempeño de un servicio público de calidad, de amplio reconocimiento ciudadano.
Cuando eso ocurra, la clase política podrá reivindicar la condición de ejercer la vocación más noble. Y disfrutar de la admiración de todos.
En el horizonte se vislumbran dos tipos de salidas a la crisis de credibilidad que se ha creado. Una, judicial; la otra, política. Ambas se complementan. Ninguna por separado puede reparar la desconfianza existente.