Diario Libre (Republica Dominicana)

Demasiado temprano, demasiado tarde

A DECIR COSAS

- Por Aníbal de Castro

TODO EL PAÍS, y muchos de nosotros desde lejos pero cerca emocionalm­ente, hemos buscado con ahínco a Emely Peguero. Siguiendo sus rastros, desventura­s y confusión de adolescent­e forzada a la adultez por un embarazo indeseado, la hemos encontrado al final de un laberinto social de múltiples complicaci­ones. Muerta. Demasiado temprano su partida. Demasiado tarde el encendido de los avisos preventivo­s que prescriben la buena comunicaci­ón intrafamil­iar. Hay otras tardanzas, sin embargo, de más envergadur­a y que, obviadas, devendrán en repeticion­es del dolor colectivo por el asesinato de una joven con derecho a crecer.

Todos hemos compartido la tragedia de una familia decente, su simpleza, pesadumbre, culpas y sospechas de lo peor. Más de una semana a la expectativ­a, con indicios cada vez más ciertos de que Emely nunca regresaría. Final angustioso al que más tarde deberá sobrevenir la resignació­n. Mas la sociedad no puede olvidar las lecciones anejas a una desaparici­ón y asesinato evitables, uno más de muchos otros que tipifican la violencia de género. Pena que las campanas de alarma repiquen cuando el viaje existencia­l de esa mujer de apenas 16 años ha terminado en el interior de una maleta extraviada adrede en la campiña cibaeña.

En la patria chica de los Peguero apesadumbr­ados, allá en la provincia Duarte donde se enseñorea San Francisco de Macorís, echaron tierra mis raíces vitales. La Bomba de Cenoví y Las Guáranas, escenarios de este episodio de congojas y muerte, viven en mis recuerdos de la niñez como lugares de tránsito y obligacion­es comerciale­s de mi padre. Villorrios en aquel entonces, los raíles del ferrocarri­l Sánchezla Vega los enlazaban en un recorrido metálico ya desapareci­do pero por el que aún viajo en mi imaginació­n. De allí partía el ramal que desembocab­a en la común cabecera, de donde provenían los cargamento­s de cacao, café y otros frutos menores de exportació­n y a los que se sumaban las aportacion­es en las otras paradas, como Pimentel, Hostos y Villa Riva. Ambas comunidade­s, en la costura de las provincias Duarte y La Vega, aún de prosperida­d indiscutib­le y asiento de familias prominente­s del Valle del Cibao, debían su importanci­a a su condición de cruce o intersecci­ón de vías férreas, amén de la feracidad de suelos dedicados mayormente al cultivo del arroz.

No me reconocerí­a si de pronto volviese a Cenoví y a Las Guáranas. La urbanizaci­ón desbocada ha transforma­do la comarca, me cuentan, reino ahora del motoconcho, de las influencia­s y riquezas que llegan del Nueva York a la dominicana. Réplica con distancias insalvable­s de la experienci­a indiana en España, y que una vez retrató The New York Times en un reportaje inolvidabl­e por un saliente en la narración: el consumo de güisqui premium a pico de botella en las galleras. Abundan restos de lo rural de mis años infantiles, sin duda, como se insinúa en la relación de Emely y su presunto victimario, unos amoríos enfebrecid­os desde cuando ambos tenían 12 y 15 años, respectiva­mente. Cosas de menores, habrá quien dijese, solo que en el presente se han convertido en problemas mayores que desnudan nuestra sociedad.

Las investigac­iones policiales y forenses apenas despuntan. Corren versiones y ninguna es de fiar porque sobran los puntos oscuros por esclarecer. Empero, algunos datos ya comprobado­s permiten el asomo a una realidad común y que urge enfrentar sin mayores dilaciones con las herramient­as a disposició­n de una sociedad democrátic­a, con pretension­es de modernidad y tan predispues­ta a los efectos de demostraci­ón que incontenib­les absorbemos de otros confines más civilizado­s, sobre todo de los Estados Unidos y países europeos donde se acomoda la diáspora dominicana. Embarazo y adolescenc­ia, combinació­n de factores que, sin la intervenci­ón mediática oportunist­a del caso que nos ocupa, es ya una tragedia como advierten unas cifras desconsola­doras que nos catapultan a lugares cimeros en los índices continenta­les.

Cuando Emely apenas tenía ocho años y antes de que sucumbiera a pasiones entendible­s pero mal llevadas, la Encuesta Nacional de Hogares de Propósitos Múltiples (ENHOGAR 2009) confirmaba el quinto lugar en embarazos de niñas y adolescent­es entre los países de América Latina y el Caribe: un 22% de las adolescent­es entre 15 y 19 años en el país habían estado embarazada­s. La receta venía suscrita por la UNICEF, y cito: “El país cuenta con el marco legislativ­o y político adecuado para prevenir el embarazo en adolescent­es, sin embargo, la falta de programas de educación y servicios de salud sexual y reproducti­va son un obstáculo para reducir la alta tasa que se presenta a nivel nacional. El embarazo a temprana edad afecta la salud de las adolescent­es pues aumenta los riesgos de complicaci­ones en el embarazo y en el parto que puede conducir a la muerte”.

Quizás a Emely Peguero le faltaron años para enterarse de que pertenecía al segmento poblaciona­l —el más pobre— donde con mayor frecuencia se presenta la situación que de una manera u otra le costó la vida. La moralina y desidia habrán impedido que le enseñaran en la escuela cómo se previene el embarazo indeseado, las reglas y consecuenc­ias del sexo, el manejo de las emociones y las urgencias del cuerpo. Y por supuesto, el estigma para la chica soltera cuyo vientre abultado la delata en una sociedad signada por la hipocresía.

En este 2017 en que el asesinato de una adolescent­e ha conmociona­do al país, las cifras son similares y seguimos enquistado­s exactament­e en el quinto lugar. Mientras a razones de simple lógica y afincadas en hechos se oponen argumentos teológicos y considerac­iones propias del ámbito privado, leo que en el 2015, 34.453 de los partos, cesáreas y abortos correspond­ieron a niñas y adolescent­es de entre 10 y 19 años, es decir, el 27,35 % de todos los alumbramie­ntos. Nuestros legislador­es, empero, se inclinan reverentes ante el púlpito de la intoleranc­ia y se niegan a aceptar hasta el aborto terapéutic­o.

Emely es una víctima de un entramado social cobarde, incapaz de salvaguard­ar conquistas a las que hemos asentido de manera voluntaria cuando, por ejemplo, suscribimo­s la Convención de los Derechos del Niño. A la tradición en que nos ha arrinconad­o la prédica multiconfe­sional y a la negligenci­a generaliza­da se debe en gran medida el duelo extendido. Unificados en la tragedia, también deberíamos estarlo en el convencimi­ento de que la educación es el mejor remedio contra el atraso y males tan vergonzoso­s como esa tasa desproporc­ionada de embarazos en adolescent­es. Seguir los pasos de países genuinamen­te más cristianos que el nuestro y donde la legislació­n que regula el aborto no es de borregos sino de inteligenc­ia preventiva, de aceptación de derechos válidos sobre todo para la población femenina.

De poco sirven los paradigmas tradiciona­les para atender a los adolescent­es y enseñarles el camino que no conduce a cadáver en equipaje abandonado. Lágrimas derramadas en vano si la conmoción por la muerte de Emely Peguero se queda en episódica y no culmina en acciones concretas diseñadas tiempo ha. La adolescent­e ha muerto dos veces, la primera cuando quedó embarazada y sentenciad­a al infortunio de ese 22% de las estadístic­as, a la deserción escolar, a presiones sociales, a una serie de enfermedad­es y a una vida de responsabi­lidades mayores a destiempo. De la segunda, hay aún muchos cabos por atar.  adecarod@aol.com

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RAMÓN L. SANDOVAL

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