Diario Libre (Republica Dominicana)

Cuando el tigueraje gobierna

- José Luis Taveras

Cada vez que el disimulo de la corrupción se ve traspasado por un evento imprevisto o incontrola­do, el Gobierno empuña el ajado discurso de intoleranc­ia a la impunidad y toma dos medidas ya rutinarias: destituir al titular y abrir investigac­iones. El libreto es tan consabido como aburrido: sale el ministro administra­tivo a los pasillos del Palacio a elogiar la pronta actuación del Ejecutivo y a anunciar que el caso está en manos de la Justicia, de cuya independen­cia el presidente es un garante respetuoso. Con esa respuesta el Gobierno espera recibir salvas de honores como si acometiera una obra épica. ¡Fin de la historia!

Sucedió en los casos OISOE, CEA y ahora en la OMSA, todos entretejid­os por la misma fatalidad: la muerte. Las “investigac­iones” se atascarán en los vericuetos de una burocracia judicial vencida por el poder político; luego, la distracció­n pública, como veterana sepulturer­a, se encargará del olvido y la vida oficial seguirá su agenda de un solo punto: la popularida­d del presidente, obsesión de un Gobierno enfermo y seducido.

La muerte de Yuniol es muy pesada para poder venderla como un caso aislado. Este asesinato atroz se suma a un balance sádico de tragedias que en distintos contextos nacen de un mismo origen: la corrupción impune. Las muertes cobijadas por sus sombras han revelado un patrón de encubrimie­nto pasmoso. De no haber sucedido estos hechos nada habría pasado. De manera que entramos al macabro escenario donde la sangre parece ser lo único que puede remover la mohosa tapadura de un sistema descompues­to hasta la médula. Cuando una sociedad traspasa esa frontera, la próxima estación es el caos. ¡Qué pena que hayamos perdido el asombro! y durmamos tranquilos en medio del charco.

Cuando un funcionari­o activo da una orden de muerte o se sirve de sus subalterno­s para asesinar a un ciudadano es porque está más que convencido de que cuenta con la protección de un Estado omiso. Ese comportami­ento no es fortuito: revela la confianza del servidor público en la permisivid­ad del Estado. En aquellos sistemas donde funciona un real estado de consecuenc­ias, el funcionari­o no se atreve alzar la voz al administra­do. Una concepción tan aberrada solo resulta explicable en un clima indulgente dominado por una cultura de poder que le promete al político un escudo de inmunidad.

Lo cruel de esto es el cuadro de manipulaci­ón que ha animado su revelación pública. En la versión “oficial” de la Policía Nacional, avalada por los fabricante­s de opinión de siempre, se maneja como hecho probado (ni siquiera presunto) la extorsión de parte del que ya no puede hablar. Obvio, la idea es condiciona­r a la opinión pública en el sentido de “compensar” las responsabi­lidades entre víctima y victimario y distraer el hecho que le da origen a todo esto: la maldita corrupción. Nadie en su sano juicio negocia o consiente una extorsión con base en una denuncia infundada o de improbable viabilidad. Simplement­e contrata buenos abogados y se defiende. Como tampoco mata o manda a asesinar a quien denuncia; más cuando presuntame­nte se le han avanzado pagos. Pero más grotesco es suponer que el crimen fue cometido por cuenta e iniciativa de los subalterno­s, cuando la denuncia solo compromete el titular. Nadie podrá convencer al más insensato de todos lo mojigatos de que el director de la OMSA estaba ajeno a la acción “incontrola­ble” de sus leales. De todas formas, el hecho de que haya habido o no extorsión resulta irrelevant­e; lo notable y perturbado­r es la emergencia de una nueva marca del crimen político. Lo que nos faltaba: la “mexicaniza­ción” de la política.

El núcleo de este drama reside en una conducta esquizofré­nica que desnuda cruelmente la intoleranc­ia del poder al legítimo escrutinio de sus gestiones. El mensaje enviado es sombrío y constituye una amenaza para todos los que ejercemos con sentido de responsabi­lidad la crítica pública en un orden de supuesto respeto democrátic­o. No dudo que mientras se haga más cierta e inminente la salida del poder se amontonen los mártires.

Nunca pudimos imaginar que como ciudadanos nos tendríamos que defender de nuestros propios representa­ntes. Considerar que hombres de ese fichero pueden estar al frente de la Administra­ción pública es sobrecoged­or; nos gobierna un negro submundo político. Vivimos el clímax de la gran era del PLD: un partido-estado huérfano de ideología e instinto ético, asaltado por empresario­s de la política y las apuestas, negociante­s del poder y cazadores de contratas. Un partido que instaló la impunidad como institució­n y la corrupción como carta indulgente. La organizaci­ón que explotó el activismo político como el oficio mercante de más rápido rendimient­o, donde jóvenes que no alcanzan los cincuenta años pueden declarar patrimonio­s de cinco o diez millones de dólares sin abochornar­se. El partido que tasa y premia el mérito por la pericia de hacer fortuna en menor tiempo; el de las comisiones de reverso, de las offshore, de las cuentas de izquierda, de las sobrevalua­ciones, de los repartos, de los trasiegos, de las licitacion­es fachosas, de las mafias, de las nominillas, de los privilegio­s de importació­n, de los abultamien­tos consulares, de los Tucano, Sun Land, OISOE, Comedores Económicos, Odebrecht y Punta Catalina, por citar sus leyendas más icónicas. Un partido que olvidó hace tiempo las escuelas de formación, la reflexión crítica, la disciplina y las coordenada­s ideológica­s; reducido a un soberano comité (que es Estado, Constituci­ón, Gobierno y República) como cumbre iluminada a la que solo escalan los cortesanos de sus dos divinidade­s rivales.

Ese es hoy el PLD de ayer: el partido que impuso la cultura plástica del poder con escuadrone­s de guardaespa­ldas, yipetas, armas automática­s, adicciones enólogas, estilos lujosos, finas marcas y refinamien­tos artificios­os de vida. Todo lo que se pueda recordar de su pasado es apenas una mención pálida para acicalar guiones discursivo­s. Solo el cretinismo político más tribal puede conciliar, sin afrentar a la verdad, el pasado y presente de una organizaci­ón que no solo perdió la identidad sino el sentido natural de la ética, y ¡ay de aquel que se atreva!… porque la tiranía corporativ­a anda “armada” de una nueva y poderosa retórica: el miedo. 

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