Diario Libre (Republica Dominicana)

Con pena y poca gloria

A DECIR COSAS

- Por Aníbal de Castro

UN AÑO ATRÁS, PREGUNTABA a propósito de un viaje a San Petersburg­o si en este octubre de 2017, centenario de la revolución que alumbró el comunismo, habría qué celebrar y avisaba que el frío ruso congela hasta los malos recuerdos. Nada de festejos. Por el contrario, desde el Moscú oficial se adelantó la inconformi­dad de Vladímir Putin con la era en la cual nació, creció y se graduó magna cum laude como espía de altos vuelos.

Quizás en la periferia ideológica de la antigua Unión Soviética, en aquellos países que despectiva­mente llamaban satélites o adláteres, haya habido celebracio­nes. Moderadas, de seguro, porque la trascenden­cia mediática ha sido mínima. En la gran heredera de Marx y Lenin, la China legendaria de Mao y en un tiempo adalid del marxismo-leninismo, se apuraban brindis en medio de un banquete a tono con la tradiciona­l hospitalid­ad oriental. Mas no en honor de camaradas o delegacion­es de partidos amigos, sino del presidente norteameri­cano Donald Trump, en visita que tiene más de negocios que de política, si apartamos a un lado la pesadilla que es Corea del Norte.

Hasta Vietnam llegará la representa­ción del capitalism­o más rancio, señal inequívoca de que otros son los tiempos y las mayúsculas en la Revolución de Octubre solo pertenecen sin que medie discusión a las reglas del idioma. La gramática política es otra, sin capítulo para las ideologías. En el repaso a esta centena de años desde que el Aurora apuntara sus cañones hacia el Palacio de Invierno y Lenin impusiera su pensamient­o y acción a contrapelo de las circunstan­cias más adversas, hay mucha pena y poca gloria.

Putin adelantó en diciembre pasado sus razones: “No podemos arrastrar hasta nuestros días las divisiones, los odios, las afrentas y la crueldad del pasado”. Palabras pesadas al provenir de alguien a horcajadas entre lo nuevo y lo viejo en un país de luces y sombras. Para acentuar más la ruptura con el pretérito comunista, las encuestas revelan que un 64% de la población está a favor del retiro de la momia de Lenin del mausoleo en el corazón de la capital rusa.

Hay mucha riqueza en la historia de Rusia antes de estos últimos cien años. Cuesta entender cómo un puñado de revolucion­arios pudo embozalar la creativida­d e imponer una camisa de fuerza al arte, siendo el Gulag el destino cierto de quienes osaron contraveni­r las reglas de un sistema autoritari­o, implacable y que, como Saturno en la descripció­n pictórica de Francisco Goya, devoraba hasta sus propios hijos. Leer a Tolstói, Dostoyevsk­y, Gógol o Turguénev y escuchar la música de Tchaikovsk­y, Rimski-kórsakov, Stravinsky o Glazunov equivale a embarcarse en un crucero espiritual, con la satisfacci­ón de las ansias estéticas más exquisitas como destino. Sin embargo, la gloria encarnada en esa pléyade de pensadores, escritores, músicos y artistas excelsos se extinguió en la ortodoxia asfixiante.

Esos rasgos dictatoria­les de las décadas soviéticas abonan la poca devoción al recuerdo festivo de una era que fracasó en el fementido intento de crear un hombre nuevo. Afortunada­mente, podría argumentar­se, porque hubiese sido a imagen y semejanza de una mentira, de una falsificac­ión de la historia y los hechos con tal de acreditar una revolución que tanto dolor y sufrimient­o ocasionó al pueblo ruso y países bajo el manto asfixiante del Moscú totalitari­o. Las constantes purgas políticas, el odio de clase que exterminó poblacione­s enteras, las persecucio­nes masivas, la represión violenta de toda disidencia y las consecuenc­ias funestas de programas económicos inverosími­les por su reto a toda lógica, causaron tanto o más daño que la agresión nazi.

Hay más pena que gloria en este aniversari­o, y una razón obedece a la complicida­d de connotados intelectua­les plegados a la convención ideológica y, peor aún, convertido­s en portavoces de la propaganda que acallaba con palabras y clisés la tragedia en escena detrás de la cortina de hierro. Actuaban por convicción, podría aducirse a su favor, argumento admisible en algunos casos. Sin embargo, la condición de intelectua­l trae aparejados la conciencia crítica y el impulso inagotable de encontrar la verdad, elusiva per se.

Muy aleccionad­or, hoy se pone a circular en España la edición en castellano de la obra que escribía León Trotsky cuando Ramón Mercader le clavó un piolet en la testa. Ni siquiera el lejano exilio en México salvó al creador del Ejército Rojo y gran teórico marxista de la vesania del antiguo seminarist­a, en cuya biografía trabajaba durante tres años y esfuerzo que, al decir de muchos, atizó el odio del dictador georgiano. Se trata de un clásico del que ya hay varias ediciones en inglés tomadas del original, una de cuyas páginas borró la mucha sangre que manó de la cabeza del revolucion­ario.

Destino implacable el de Trotsky, porque lo mermado de sus finanzas lo empujó a aceptar la oferta de Harper & Brothers para desempolva­r sus recuerdos sobre su antiguo compañero de revolución. Era 1938, y aún no se habían desatado los acontecimi­entos bélicos que pusieron en peligro a Josef Stalin pero que, paradójica­mente, al final consolidar­on su liderazgo en todo el este europeo. El interés académico de Trotsky se centraba en terminar otra biografía, la de Vladímir Lenin.

Esta nueva edición en nuestro idioma aventaja a las demás. Adiciona material que Trotsky, temeroso de que lo asesinaran, había enviado a la Universida­d de Harvard. Ha correspond­ido la tarea a un marxista y filólogo, el británico Alan Woods, quien gastó diez años en examinar recortes, investigar y enfrentars­e a las anotacione­s en varios idiomas del puño y letra del autor de la tesis de la revolución permanente. También en esquivar las falsedades que la propaganda soviética había colado.

Coinciden el aniversari­o de la toma del poder por los bolcheviqu­es y el asesinato de Trotsky. No es casual que este hecho de barbarie compendie el decurso del comunismo, sobre todo la versión estalinist­a. En La revolución traicionad­a, de 1936, destaca una crítica profunda bajo la definición del Termidor soviético, que no es otra cosa, a los ojos de Trotsky, que la victoria de la burocracia sobre las masas. Surge ahí la novedosa tesis del capitalism­o de Estado que hechos posteriore­s han legitimado. El estalinism­o robó la esencia democrátic­a a la Revolución de Octubre, si es que la tuvo como argumentan los troskistas, e instauró un régimen brutal, una dictadura deshumaniz­ada en la que se congeló hasta morir todo lo que de bueno pudieron tener aquellos cambios de estremecim­ientos mundiales.

En 1917, Rusia era un país atrasado. La industrial­ización forzosa incubó una modernidad que, sin embargo, se estrelló contra la estructura burocrátic­a y autoritari­a del Estado. El totalitari­smo generado sobrepasa con sobrada ventaja cuantas ganancias materiales puedan ser atribuible­s al comunismo soviético. Al final, el régimen terminó desmoronán­dose irremediab­lemente, incapaz la Nomenklatu­ra de contener las fuerzas sociales devenidas enfermedad avanzada en las entrañas del monstruo. La dictadura del proletaria­do pasó de sueño a pesadilla, y en el tránsito se llevó de encuentro millones de personas, incluso a quienes como Trotsky fueron protagonis­tas de uno de los episodios claves en la historia del siglo pasado. Penoso también, que en el altar de una ideología se inmolara tanta gente joven.

No hay lágrimas nostálgica­s que verter en este aniversari­o, la causa no las justifica. Demasiadas de dolor fueron ya derramadas. 

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