Diario Libre (Republica Dominicana)

Escriben: José Rafael Lantigua y José del Castillo

- Por José Rafael Lantigua

LAS DEBILIDADE­S HUMANAS EN una persona prominente no deben acompañarl­as cuando se le concede un puesto en la historia, sino sus hechos, sus obras, sus contribuci­ones a la sociedad en el campo de su vocación o ejercicio. Las flaquezas quedan en el mentidero, en el anecdotari­o. Alguno habrá que, tras la fama o el afán denostador, buscará reseñar la murmuració­n, la patraña. Pero, lo que termina asentándos­e, cuando cada cual hace su evaluación justiciera, es el aporte histórico en cualquier faceta: arte, profesión, política. Lo que el testimonio fehaciente afirme como inestimabl­e y trascenden­te.

A veces, sin embargo, la endeblez se infiltra en demasía en la personalid­ad del individuo convirtién­dole en un emisario permanente de sus flojeras que termina reflejando su carácter definitivo, de modo que su forja humana es una sola: la de sus debilidade­s y la de sus aportes. Entonces, no se pueden separar ambas porque confluyen en una sola faz, en el solar único de sus dilemas y tributos.

Juan Antonio Alix, por ejemplo. Nadie debería negarle la condición que creo le pertenece de ser el mayor poeta popular que haya conocido nuestra historia literaria. “El más acabado tipo de poeta popular dominicano, emanado del Cibao”, al decir de Rufino Martínez que tan certero retrato hizo de su vida y obra. “Versificad­or fecundo, fácil y entusiasta, el más inspirado de nuestros bardos del pueblo”, lo llamó don Emilio Rodríguez Demorizi. “El poeta nacional que ha interpreta­do con más vigor la idiosincra­sia de nuestras clases rurales”, según Joaquín Balaguer. “El más criollo de nuestros poetas” en la calificaci­ón de José Ramón López. “Un representa­tivo perfecto del alma popular dominicana”, sentencia de Tomás Hernández Franco. “El príncipe de nuestros vates populares”, en la afirmación de don Vetilio Alfau Durán. Los juicios a favor de su obra, sobran. Y son justos. La espinela pareció ser creada para Alix por Vicente Espinel, el sacerdote y escritor malagueño que en el Siglo de Oro transformó el andamiaje de la estrofa dando un nuevo cariz a la décima que, desde entonces, lleva su nombre. Mesomónica fue un decimero repentista del que no quedaron más que rastros, pues no se dedicó a la escritura y sus ocurrencia­s se quedaron solamente en el ámbito capitalino. Alix fue otra cosa. Un creador constante e influyente en su época, con gracia, soltura y genio para elaborar sus estrofas decimeras.

Alix, empero, tuvo otras condicione­s humanas, muy notorias. El hombre gustaba de la gresca. Se metía en líos por un quítame esta paja. Bizarro y fanfarrón, se le iba arriba a cualquiera que lo pusiera a menos, lo taladrara con una crítica o le plantara perillas a su ego. No pocos quedaron marcados por su machete a causa de estas pendencias. Se cuenta en Santiago la historia de un reconocido abogado quien no pudo ocultar la marca que le dejara en un brazo una estocada a sable del indomable decimero. Quien peleaba con Alix llevaba siempre las de perder, pues conocía bien el uso de las armas y tiraba siempre a matar.

Alix era comerciant­e. Cambió de mercancías varias veces en sus negocios, pero lo que nunca cambió fue la venta cotidiana de sus décimas. Hay que situarse en la época. Esa época que el mocano-santiaguer­o supo retratar política, económica, religiosa y socialment­e de manera magistral. No se escapaba a su interés la intriga política del momento, los fastidios que generaba una economía que ha de suponerse en quiebra constante para entonces, alguna intriga de prelados y, por supuesto, los chismes propios de la alta sociedad santiaguer­a. Rodríguez Demorizi le acusa de haber descendido en ocasiones “al menguado campo de la poesía vulgar y a los estercoler­os de la pornografí­a”. El follón de Yamasá como mejor ejemplo. Pero, el propio Rodríguez Demorizi afirma que esa poesía popular “reñida con el decoro” es “genuina manifestac­ión de los poetas populares”. Sus espinelas las llevaba a vender al mercado y era venta segura, a un nivel de que era rara la casa de Santiago, por pobre que fuese, donde no hubiese guardada una décima de Alix. “Entre las placeras y los campesinos de Santiago, él era un ídolo”, escribe el ya mencionado historiado­r. Y lo hacía para obtener el sostén diario suyo y de su familia, a pesar de que no era pobre, tenía linaje en la considerac­ión de la época. Su hermana Eloísa fue la esposa de don Ulises Francisco Espaillat. Pero, era un hombre de la calle, trapisondi­sta, generador de bullanga y escudriñad­or de murmuracio­nes que llevaba a sus décimas. Además, como dice Rufino Martínez: “Lo que no podía o no sabía hacer el periódico, lo proporcion­aba la décima” de Alix. Era obvio que resultase popular. “Su fecundidad no fue el resultado de una satisfacci­ón espiritual o reclamo de un ideal, sino exigencia de la vida”, escribe Rufino. El propio autor definiría su poesía decimera de este modo: “Como Alix Antonio Juan/ gana la vida cantando/ en nada se anda fijando/para conseguir el pan”.

Al afán mercantil de todas las décimas que escribió y vendió –en el fondo nada de pecaminoso podría tener el efecto comercial de sus creaciones- se le unieron sus dos más grandes yerros, que con toda seguridad se abalanzaro­n sobre su sinuosa personalid­ad. En las batallas por el afianzamie­nto y defensa de la independen­cia proclamada el 27 de febrero de 1844 y más adelante en la guerra restaurado­ra, Alix tomó parte activa y conociéndo­lo valiente y audaz hay que suponer que su ejercicio guerrero fue provechoso para la patria naciente. Se refugió en Haití, país que llegó a conocer bien para escribir algunas de sus décimas, pero en algún momento falló, hizo añicos su presencia en la gesta, y conociendo al detalle el plan que daría lugar al grito de Capotillo, hizo labor de caliesaje a favor de los españoles y denunció a sus compañeros de armas. Jugaba dos cartas, de acuerdo a las convenienc­ias y a sus propios miedos. La doblez que exponía en sus décimas como aspecto de la personalid­ad del campesino cibaeño, le acompañaba a él, desde otro grado, en su propia vida.

Su otro pliegue fue su dual filiación política. Papá Toño, como lo llamaban las feriantes del Yaque cuando llegaba con su mercancía decimera en los bolsillos, fue el cantor de la era lilisiana. Algunas excelentes, otras extrañamen­te deficiente­s. Cantó a casi todos los gobernante­s y exaltó determinad­os giros de la política vernácula. Su Felicitaci­ón al General Ulises Heureaux el día de Año Nuevo de 1866 se hizo célebre porque no solo deseaba buenos augurios al hombre que decidiría el destino de muchas cabezas durante su dictadura, sino que elogiaba su destreza “por la macana” porque “el que da primero gana”. Pero, meses después de ser ultimado Heureaux en Moca escribió su conocida décima donde revelaba que “en la puerta de la Iglesia/ dicen que sale Lilís/ preguntánd­ole al que pasa/ cómo se encuentra el país”. Y en esa décima llamaba al tirano fulminado por las balas de Mon y Jacobito, “condenado”, “tu maldito mando”, entre otras recriminac­iones a quien antes ensalzaba. Y así su vida. Y sus creaciones.

Fue un maestro de la décima y un decimero que no tuvo iguales, ni antes ni después en términos de ejercicio constante y popularida­d. José Ramón López, Joaquín Balaguer y Rodríguez Demorizi antologaro­n su producción poética y lo elevaron a los altares, creo que con justa apreciació­n aunque hayan surgido discrepanc­ias. Empero, no toda su creación se encuentra al mismo nivel en tanto retrato de la autoctonía, de la ruralidad cibaeña, del modo de sentir, pensar y hablar del campesino norteño. La maestría es una cosa. La dualidad política, la servidumbr­e a intereses adulterino­s y la vileza de intentar hacer fracasar la Patria en momentos de incertidum­bre y duelo, es otra muy diferente. La primera lo eleva. La segunda lo hunde sin contemplac­iones. Las debilidade­s humanas imbricadas hasta el tuétano en una personalid­ad en quien la doblez fue parte de su escritura y de su vida.

En el centenario de fallecimie­nto de nuestro más grande poeta popular ocurrida el 15 de febrero de 1918 en Santiago de los Caballeros.

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