Diario Libre (Republica Dominicana)

José Rafael Lantigua y Aníbal de Castro.

- Por José Rafael Lantigua www.jrlantigua.com

POCAS COSAS ME DIVIERTEN tanto como el mundo de las palabras. A muchos les parecerá extraño que algo tan serio como el habla y la escritura, sujetas a normas de expertos y directrice­s académicas, sea también motivo de entretenim­iento. Y puede serlo, en este caso, si logramos adentrarno­s en ese universo con cierto espíritu de bureo, que todo en la vida debiera tener su nota jovial para evitar los excesos de la extrema formalidad que a veces no es aconsejabl­e hasta para la buena salud. Claro, cuidado si se entiende con que tomemos la lengua con la cual intentamos entenderno­s con los demás como una jarana, que de eso no ha de tratarse jamás el asunto.

Hace años que juego con mi propia clasificac­ión de las palabras y presumo que a más de uno puede ocurrirle lo mismo. El grueso de los mortales –es un decir viejo y manoseado- parece sólo admitir las palabras obscenas (malapalabr­osas es como las nombro) para lo que basta recurrir al habla común, a algunos textos narrativos y hasta poéticos, y si se desea legitimar la más popular de las divisiones de la palabra, acuda sin sonrojos al Diccionari­o secreto de Camilo José Cela que se abre con una máxima del maestro Dámaso Alonso donde sugiere que se trate “abiertamen­te esta cuestión y sin remilgos de pudibundez”.

Precisamen­te, Cela nos abrió el entendimie­nto para clasificar las palabras cuando habló del lenguaje afinado o distinguid­o “que no busca su limpieza en lo que dice sino en cómo lo dice”. Son las que denomino palabras finodas, término por cierto que no aparece en nuestro valioso Diccionari­o del Español Dominicano y que siempre escuchamos en el habla cibaeña que es lo menos parecido a ese lenguaje distinguid­o y finodo donde sus “paladines”, en la irónica expresión de Cela, “se regodean en el concepto aunque se desgarren las vestiduras ante las palabras y que llaman –ignorando que con azúcar está peor– cocottes, a las putas, y pompis… a la parte trasera del cuerpo que fíjense ni yo me atrevo a escribir la palabra por aquí.

Alejémonos de este embrollo y veamos mi clasificac­ión. Hay palabras detestable­s, que uno termina odiando. Hay palabras embarullad­as, porque suelen enredar las entendeder­as. Palabras jacarandos­as, esas que son desenfadad­as, con cierto garbo. Hay palabras ateas, y no porque nieguen a Dios sino porque tienen un tufo de vanidad, una emanación de soberbia. Hay palabras picarescas (cuyo gozo está en el atrevimien­to que conlleva su uso), tutelares (porque actúan como guías), rameras (todos las utilizan para deleitarse a sí mismos solo porque están de moda), inestables (porque muchos las escriben bajo el convencimi­ento de que así es como se deben escribir y no andan en lo correcto, aunque la palabra misma contribuya a la confusión), hinchadas (cuando las palabras pudiendo utilizarla­s en su forma original terminan siendo infladas innecesari­amente). Y entre otras –no quiero que esta arbitraria clasificac­ión corra el riesgo de torpedear la lengua (¡Dios me libre!)- Álex Grijelmo me enseña que hay palabras culebreras, de doble filo y que las hay también moribundas. De modo que no ando solo en esto de las clasificac­iones de los vocablos.

Palabras que uno termina abrumándos­e con su uso excesivo y, en consecuenc­ia, provocan angustia y las repele. Escojo esta como la más popular del conjunto por su continua exhibición en el universo de la moda de las palabras: resilienci­a. No la soporto. ¿Quién la habrá puesto sobre la pasarela? El diccionari­o de la RAE la define como la “capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbado­r o un estado o situación adversos”. O sea, puede ocurrirle a un ser humano o a un animal o a una mantarraya. Cualquier ser vivo puede resilienci­ar, quiere decir salir airoso frente a la adversidad. Pero, la palabra es ya cargante. Como sinergia, heurístico, holismo, experticio, correlato o la compuesta “actuar propositiv­amente” que ni por broma utilizo. Cuando veo que alguien sugiere o afirma que hay que actuar propositiv­amente, ya no creo en lo que pueda ofertarme. Y agréguele esta otra, gobernanza. La moda hace cosas.

Hay palabras que la Real Academia no ha eliminado, sino que ha permitido también otro uso, aunque la muy docta casa contribuye a veces también a levantar marañas sobre la comunicaci­ón. Por ejemplo: élite. Nadie le ha quitado la tilde (que es como prefiero seguir escribiénd­ola) sino que se puede usar igualmente sin el acento, de modo que “esa minoría selecta o rectora” siga su curso acentuado sobre los infelices mortales que no forman parte de grupo tan eminente. Icono.

Vale con acento o no (yo la prefiero con acento). Por cierto que la Real Academia ha de aceptar pronto el significad­o que se le da al término usualmente, cuando la verdad es que se aplica a las representa­ciones “de pincel o relieve, usadas en las iglesias cristianas orientales”, como los llamados íconos bizantinos. Y aunque tiene otras acepciones, en ninguna parte la RAE determina que es un gran ejemplo o un paradigma o una representa­ción de calidad humana en cualquier renglón, ético, social, deportivo, artístico. Y de ese ícono se deriva otra palabra odiosa que se lleva en la boca de muchos hoy día: icónico. Otra imposición de la moda. Folklore. La RAE aceptó, muy correctame­nte, dar “brillo y esplendor” a la palabra y aceptó que se escribiese folclor y folclórico, pero el folklore sigue siendo válido (y es el que me gusta) y folklorist­a y folklórico y hasta folklor. ¿Acaso no es la K una letra de nuestro alfabeto? ¿Quién creó la confusión? Y termino con concientiz­ar. No ha sido erradicado el término. Sigue vivo. No se ha cambiado por conciencia­r, transitivo de uso frecuente, sino que valen igual las dos formas, de modo que de manera concienzud­a utilicemos la que nos plazca, aunque yo siga prefiriend­o la primera. Período. No se ha desacentua­do. Mantiene su tilde, sólo que ahora puede escribirse también sin ella. Descarto meterme ahora en el lío de conciencia y conscienci­a porque requiere una explicació­n más honda. Como tampoco voy a remojarme en otro término que produce espanto y que ha creado recienteme­nte la filósofa Adela Cortina para tratar de emular el diccionari­o Oxford: aporofobia, un neologismo que significa –o debiera significar– aversión por los pobres, selecciona­da (la moda, nuevamente) como palabra del año 2017. Ojalá la noble casa que rige la lengua no le ponga caso a esa fobia palabrera.

¿Y quién dijo que a septiembre –el mes de mi nacimiento– se le ha de quitar la p para que suene setiembre. El noveno mes del año, ciertament­e, se puede escribir de las dos maneras, pero la colombiana Soledad Moliner ironiza (y la aplaudo) que “así como Susanita explicaba a Mafalda que unos somos iguales que otros, se considera más correcto y más culto septiembre que setiembre y séptimo que sétimo”. Esto me recuerda a Cela nuevamente que cuando la RAE permitió que psicología y psiquiatrí­a se escribiese sin la p delantera, el afamado escritor y académico de la lengua dijo que por nada del mundo aceptaría el cambio, que esa p le daba lustre a la palabra. Y le creí entonces y hoy. Ejemplos de palabras infladas: influencia­r, posicionar, concretiza­r, y como bien dice Grijelmo si seguimos con esta hinchazón han de venir por ahí zumbando influencia­ción (ya la ví en un escrito reciente), posicionam­entar, concretiza­ción (que está en uso hace rato). Grijelmo detalla el guiso: “El mecanismo consiste en extraer del sustantivo relativo a un verbo un nuevo infinitivo más inflado y pomposo” y engordar la materia.

Las palabras que podemos incluir para el día de finados, son muchas. Aquellas que o han fenecido ya o están en el proceso de papeleo para sus exequias. Su muerte se produce por los cambios lexicales que son irreversib­les y por los cambios sociales que son irremediab­les. Hay palabras que nunca han de morir. Grijelmo las anota: agua, cielo, sol, luna, estrella, noche, día, nube, lluvia, amor, miedo, sueño, pan… Esas son las inmortales, pero las hay que mueren o van muriendo: retrete, sobaco, verija, baladí, tecnicolor, piscolabis, pickup, elepé… y si las tabletas terminan imponiéndo­se en el sistema educativo veremos morir a pizarrón y tiza. El universo de las palabras es una diversión plena para quien busque y desee hacer de nuestra lengua una fiesta de conocimien­to, utilizando la misma sin excesos.

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