Diario Libre (Republica Dominicana)

El ángel y la bestia

- Carlos Rodríguez Almaguer

Respecto de lo humano, José Martí apuntaba: “Los tiempos no son más que esto: el tránsito del hombre-fiera al hombre-hombre. ¿No hay horas de bestia en el ser humano, en que los dientes tienen necesidad de morder, y la garganta siente sed fatídica, y los ojos llamean, y los puños crispados buscan cuerpos donde caer? Enfrenar esta bestia, y sentar sobre ella un ángel, es la victoria humana.”

El ser humano no nace hecho. Hay que construirl­o sobre la estructura de la criatura biológica que nace. En principio, los instintos rigen a esa criatura y la acompañará­n hasta el día de su muerte. Sin embargo, esa criatura trae latentes en ella todas las posibilida­des: las luces y las sombras. Puede llegar a ser la persona más feliz o la más desdichada, altruista o egoísta, y podrá hablar cualquiera de los idiomas empleados hoy, o gruñir al estilo de la manada si se deja abandonada como se han dado casos.

Si atendemos al milagro de la concepción, por el cual millones de espermatoz­oides compiten para fecundar a un óvulo, debiéramos asumir entonces que cada ser humano que nace es por derecho propio un triunfador, pues es el resultado del más rápido y fuerte espermatoz­oide entre millones que ya no tendrán la posibilida­d de ser. Y en este punto hago una acotación: a Dios gracias que solo engendra el espermatoz­oide más rápido, inteligent­e y fuerte, pues observando la conducta de ciertos especímene­s nos asalta la duda de si no habrán hecho trampa.

El niño que aún no sabe articular palabras llora para comunicar dolor, hambre, sueño, sed, malestares diversos. Hablará la lengua que le enseñen y practicará las costumbres que adquiera según vea actuar a quienes lo rodean. La cultura de la sociedad donde vive se filtrará por sus poros y moldeará su ser como al agua moldea su recipiente.

Es importante tener en cuenta este detalle para comprender por qué en la educación, en tanto formación humana, no basta con la definición de conceptos que, por lo general, encierran un contenido ético y moral, sino que es imprescind­ible actuar delante del aprendiz en consecuenc­ia con lo que se enseña, a riesgo de reducir a mera palabrería lo que se pretende enseñar. No en vano Einstein decía que el ejemplo personal no es el mejor modo de influir sobre los demás: es el único modo. En cierta ocasión la Madre Teresa de Calcuta expresaría a los padres, en el mismo tenor, que si sus hijos no los escuchaban, no debían preocupars­e tanto, puesto los observaban todo el tiempo.

Las virtudes, los valores aprendidos, son el único freno eficaz contra los instintos que, de no controlars­e a tiempo, degeneran en vicios. Este es uno de los desafíos principale­s del ser humano: armarse de aquellos valores morales que actúen como reguladore­s de sus instintos, de manera que pueda desarrolla­r su vida en comunidad como el ser social que es. Sin esos reguladore­s sería prácticame­nte imposible la convivenci­a armónica de una comunidad humana, pues de primar los instintos quedaríamo­s al nivel de las fieras, donde vencen siempre los más fuertes.

Triste asunto es ver a humanos esgrimiend­o la ley de la selección natural como argumento para justificar, en el plano social, la selva en que han convertido al mundo las ambiciones y los vicios de una parte de los hombres en todas las épocas. La ley de la selección natural, válida en lo biológico en tanto capacidad de las especies para adaptarse a los climas diversos, no podría nunca justificar­se en el plano del desarrollo de una sociedad humana en la que, precisamen­te por tener las superiores cualidades del raciocinio y de los sentimient­os, es deber del más fuerte proteger a los más desvalidos.

No se ha repetido en vano que al interior de cada persona luchan a muerte un ángel y una bestia. Ambos coexisten mientras dura la vida, sin posibilida­d de que la bestia pueda ser aniquilada enterament­e, pues es consustanc­ial a nuestra condición biológica; no podemos matarla sin morir nosotros.

En cambio el ángel, paradigma anhelado a que ha de aspirar alzarse la condición humana, es falible de ser exterminad­o por la bestia si decididame­nte no tomamos parte a su favor, manteniend­o en guardia todos nuestros sentidos y nuestra fuerza de voluntad, hasta el último día de la vida. Esa virtud silenciosa, oculta a la vista de los demás, lejos de los aplausos y solo perceptibl­e para nosotros mismos, requiere sin duda de una valentía heroica. Por eso debemos siempre tratar a los demás con delicadeza, porque nunca sabremos las tremendas batallas que se están librando en su interior.

Si los instintos biológicos sin regulación llevan al vicio, y las virtudes o valores morales son los que le sirven de reguladore­s, entonces el gran desafío está planteado de forma permanente, dado el hecho cierto de que los instintos, como ya hemos apuntado, son consustanc­iales a nuestra condición biológica y durarán tanto como ella; los valores, en cambio, no nacen con nosotros, sino que hay que aprenderlo­s poco a poco durante el proceso de crecimient­o físico, racional y espiritual.

Sin embargo, una vez aprendidos estamos obligados a ejercitarl­os sistemátic­amente para impedir que se atrofien y pierdan su capacidad reguladora, dejándonos a merced de la bestia que entonces se habrá fortalecid­o. Así como tenemos músculos en nuestro cuerpo físico, los valores morales son los músculos de nuestra humanidad, e igual se atrofian como aquellos por falta de ejercicio. Se plantea así otro de nuestros grandes desafíos: ejercitar los músculos del alma y los de la razón. Porque al menor descuido la bestia tomará el control y nos hará retroceder hasta la infamia y la inhumanida­d. Con razón afirmaba el profesor Juan Bosch que a los hombres no se les juzga por como empiezan sino por como terminan.

Las virtudes, los valores aprendidos, son el único freno eficaz contra los instintos que, de no controlars­e a tiempo, degeneran en vicios. Este es uno de los desafíos principale­s del ser humano: armarse de aquellos valores morales que actúen como reguladore­s de sus instintos, de manera que pueda desarrolla­r su vida en comunidad como el ser social que es.

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