Diario Libre (Republica Dominicana)

¡Escupir!

- José Luis Taveras joseluis taveras200­3@yahoo.com

Me gusta escupir tierras lejanas y ver cómo sus grietas absorben la humedad de la saliva. Su lenta muerte me trae un vuelo de imágenes, como la distancia que me separa del hogar. Pienso: “¡Dios! ¿Cuándo pude sospechar estar aquí? Y ahora, mírame, escupiendo su suelo”. Vivir ese asombro es estupendo. Me hace sentir que el planeta es más pequeño que mi libertad y que el recorrido es apenas una decisión. Imaginar que parte de mí quedó en esas tierras tan inesperada­s como remotas es pletórico.

He escupido en aceras, calles, monumentos, plazas, montañas, lagos, ríos y jardines. Y no lo hago por capricho, ocio ni superstici­ón, sino por convicción, más cuando la expectació­n por lo contemplad­o abre una herida de gozo inmortalme­nte breve. Es esparcir sobre el mundo una sombra húmeda de mi errancia, dejar un testimonio fluido de mi presencia.

¿Por qué escupir? La pregunta es legítima, si consideram­os el estigma ancestral que arrastra el acto. Se escupe lo vil, lo despreciab­le, lo cruel. Escupir es el último discurso de la rabia; cuando las palabras se recogen o la tolerancia se rinde. Mi rito es más hondo: escupo porque es dar una secreción viva que humecta la comunión, lubrica la intimidad y unge la entrega. ¿Acaso no es el beso un agitado naufragio carnal? ¿Qué sería de la pasión sin esa fricción tibia y viscosa de piel? Cuando escupo, beso el alma, amo sin manos y aprieto lo etéreo.

Al viajar no me afano por memorias gráficas. Retratar es robarle color al lugar; escupir, en cambio, es devolverle, en su

esencia fluida, la imagen que ha tatuado en nuestro espíritu. Cuando me acuesto, repasar esos espacios es una sutil convocator­ia a vivir más de una vez. Sus retratos regresan como bandada revoltosa de golondrina­s. Entonces me encarno en sus evocacione­s hasta sentir en la piel el roce de su luz.

“Dicho esto, escupió en tierra, e hizo lodo con la saliva, y untó con el lodo los ojos del ciego y le dijo: Ve a lavarte en el estanque de Siloé (que traducido es Enviado). Fue entonces, y se lavó, y regresó viendo” (Jn. 9:6-7). ¿Por qué usó Jesús la saliva para sanar al ciego de Betesda si bastaba con el toque de sus manos? La mezcla del polvo con la saliva era una portentosa simbología de la esencia humana; un regreso a las raíces originaria­s, a la premisa de la mortalidad; eso somos: barro, lodo. Esta vez la saliva fue el aliento húmedo de vida para hacer el lodo (“Entonces Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente” –Gn. 2:7–). No pretendo entrar en reflexione­s bizantinas onto/antropo/teo lógicas con esta analogía. Solo ilustro el impensado detalle de la saliva para bendecir y no para conjurar.

He besado tierras remotas y en esa entrega he aspirado el espíritu que las anima. En algunas, como San Francisco y Chicago, nos motiva a descubrirl­as. En otras, como New York, ese espíritu flota, trepa y se enreda en sus montañas de acero. Londres, señorial y ordenada, nos regala placidez. Barcelona, insinuante, nos recoge. Madrid, atrevida, despierta los sentidos. Praga, contemplat­iva, mima el aliento. París no es ciudad, es experienci­a: su espíritu embelesa, aturde y consume.

Pero en mis andanzas no he tropezado con una experienci­a más inefable que escuchar la lluvia sobre el zinc de una casita de nuestras campiñas. Es un tañido que cobija. Esa lluvia me alucina cuando unge con sus notas los follajes y cuelga sus secretos en la ventana mientras esta lame su desnudez translúcid­a. Nos arropa en la calidez de la espera; nos abandona en la cama tendida de tibieza; nos recuerda que hay techo para guarecerno­s y almohada para el reposo. En fin, nos convoca al retozo de piel, al calor compartido, al café colao. Un espacio de presencia tan íntima no necesita el beso de un esputo: la naturaleza derrocha en agua sus recogidos apetitos.

Pero en mis andanzas no he tropezado con una experienci­a más inefable que escuchar la lluvia sobre el zinc de una casita de nuestras campiñas. Es un tañido que cobija.

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