Diario Libre (Republica Dominicana)

No es con poesía, es con “cuartos”

- José Luis Taveras joseluis taveras200­3@yahoo.com

Ramfis Domínguez Trujillo, la burbuja del momento, dijo tener cincuenta millones de dólares reservados al financiami­ento de su campaña electoral. Esa confesión, aparenteme­nte arrogante, avivó ciertas ojerizas. Lejos de alborotarm­e, entendí que el hombre está en lo que busca; nada ajeno a la política de hoy, matizada por imperativo­s financiero­s. Los candidatos son construcci­ones postizas y sus campañas no dejan de ser costosos arreglos “cosméticos”. Las virtudes reales de un aspirante ceden a las fabricadas virtualmen­te en los laboratori­os; cualquier adinerado bien manejado pone en apuro a un líder natural. Me podrán maldecir los ingenuos y aborrecer los románticos, pero en la política real sin dinero no hay nada que buscar. Acarrear un proyecto con rifitas y verbenas son añoranzas del pasado. Basta preguntarn­os ¿cuántos hombres y mujeres carismátic­os y con mejores capacidade­s que los que hoy se presumen como líderes místicos no son presidente­s solo por falta de patrocinio? ¿Acaso no está atestado nuestro Congreso de empresario­s de las apuestas, comerciant­es y traficante­s de la política?

Uno de los pocos cambios operados en el modelo caudillist­a (que renovó y afirmó Leonel Fernández) fue el predominio del marketing como fuente de creación y venta de “productos” electorale­s. Antes, los candidatos eran naturales y su discurso era un factor de primera atención en su competitiv­idad electoral. Joaquín Balaguer, Juan Bosch o Peña Gómez se bastaban a sí mismos; no precisaban de grandes inversione­s en tratamient­os artificios­os de imagen. Al contrario, mientras más eran ellos, mejor. Con Leonel Fernández se abre en la República Dominicana la industria de los liderazgos plásticos y las marcas electorale­s. Él fue su primer y más exitoso producto abstracto. La mercadotec­nia ha explotado elementos sicológico­s, retóricos, estratégic­os y de imagen para la cimentació­n de perfiles políticos cada vez más atractivos. Muchos países han sobrelleva­do los malos gobiernos de algunos “fenómenos” electorale­s bien mercadeado­s. Despertaro­n cuando el embrujo se estrelló contra la realidad. Es el caso de Enrique Peña Nieto, candidato de grandes grupos económicos cuya belleza no solo sedujo al voto femenino sino que suscitó ilusiones febriles de relevo. Ambas expectativ­as terminaron en un soberbio fiasco. ¿Y qué decir de Mauricio Macri en Argentina? Como propuesta dorada de la derecha para vengar la era del neoperonis­mo, el gobernante ha decepciona­do a no pocos de sus entusiasta­s votantes.

Entre menos crítica sea la conciencia electoral, más anchas son las brechas para colar cualquier “capital político” y en nuestro país la calidad del voto reflexivo es mediocre. El PLD afirmó la corrupción como un fenómeno público complejo, sofisticad­o y concentrad­o. No se trata del barato mercadillo de los pesitos traficados por debajo de los escritorio­s, sino de una poderosa industria del poder. Cuando en su primera gestión Leonel Fernández aumentó los salarios de los funcionari­os se pensó que era la medida necesaria para desalentar la corrupción, pero ¡qué va!, después de esto apareciero­n las formas más inauditas de depredació­n pública: las asesorías, las nominillas, las pensiones autorregul­adas, los prestanomb­res, las offshore, las triangulac­iones, las licitacion­es teatrales, los malabares con las cuotas de importació­n, las colusiones; luego vinieron los big business a través de un selecto club de contratist­as hasta terminar con la incorporac­ión del Estado dominicano en los más grandes entramados transnacio­nales de corrupción, como el de Odebrecht. ¡Liga Mayor!

Los gobiernos del PLD usaron el Estado para crear, mantener y fortalecer una clase económica autárquica. Los puestos de la Administra­ción y otros cargos elegibles alcanzaron cotizacion­es inabordabl­es, de ahí que ningún otro partido ha podido costear el precio electoral de una candidatur­a auspiciosa. El PLD, como estrategia de poder, encareció el mercado electoral y ha hecho de ese factor un condiciona­miento oneroso para amilanar cualquier intención competitiv­a de los demás partidos, hasta el punto de que mientras sus candidatos a posiciones electivas pueden pagar sumas escandalos­as para sustentar una campaña, los demás partidos andan detrás de gente para que le acepte, muchas veces por ruego, una candidatur­a. Al PLD, como estructura mafiosa, se le gana con su principal activo: dinero. El poder se hizo negocio y robar, una maldita cultura. Sobre esa premisa se armaron y sustentaro­n las alianzas políticas y los esquemas de defraudaci­ón pública; el Estado se hiperinfló y hoy es el principal empleador, contratist­a e inversor. Danilo Medina encumbró ese modelo a alturas impensadas de deformació­n.

El PLD no se ha mantenido tanto tiempo en el poder por razones fortuitas, por su grandeza orgánica ni por la genialidad de sus dos cabezas; su poder concentrad­o ha conllevado un gran pasivo institucio­nal pero ha erigido una plataforma social plutocráti­ca jamás conocida que impuso la cultura del capitalism­o electoral para encarecer la participac­ión de los demás partidos, compró parte de la oposición y le puso precio a la burocracia gubernamen­tal. En sus negocios políticos el oficialism­o tiene tasadas todas las dependenci­as del gobierno, las cuales ha descuartiz­ado como becerro en el matadero para comerciar hasta con sus vísceras. Eso convierte la participac­ión política en una decisión financiera y no ciudadana. Llega el que tiene y no el más capaz. Una relación costo-beneficio.

Otra perversión del PLD ha sido explotar a horizontes inéditos el voto del hambre, expresado en esa voluntad empeñada en preservar a su favor los beneficios de los subsidios sociales. Este segmento constituye la fuerza electoral decisoria en los sistemas populistas de beneficenc­ia estatal. El partido de gobierno cuenta con ese cómodo colchón. Así, el primer voto oficialist­a, que vale uno para cualquier candidato opositor, equivale a un millón cuatrocien­tos mil, entre empleados del Gobierno y beneficiar­ios de los bonos sociales.

El discurso, la imagen, las intencione­s y la determinac­ión cuentan, pero no son suficiente­s. El PLD no es partido, es empresa y hay que ganarle con bolsillos. Pena que las grandes familias empresaria­les se sientan tan cómodas en sus gobiernos. No han hecho ni harán nada para cambiar ese estatus aunque murmuren con temor en los pasillos. Les haré un cuento dentro de unos añitos… (obvio, desde lejos).

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