Diario Libre (Republica Dominicana)

Los humanos en la galería de los dioses (1 de 2)

- Eduardo García Michel

Encontré por azar, en la librería, el libro Sapiens, de animales a dioses. Lo adquirí y leí, y en la medida en que lo hacía su contenido me fue interesand­o cada vez más. Su autor es Yuval Noah Harari.

Es fascinante lo que cuenta, los datos que ofrece y su interpreta­ción de la historia. Se puede o no estar de acuerdo, pero su discurrir dialéctico impresiona.

Voy a referirme a apenas dos temas dentro de la vastedad que abarca la obra: la felicidad y los límites al sapiens.

El autor se cuestiona si luego de siglos de expansión económica, y de haberse realizado las revolucion­es agrícola, industrial, científica y tecnológic­a, en esa larga trayectori­a el ser humano ha podido alcanzar la felicidad. Y si no la hubiera alcanzado, surge la inquietud sobre cuál ha sido el propósito de tan dilatado proceso.

Harari plantea una fuente primaria de insatisfac­ción que aflige al sapiens. El hecho de que el humano haya salido de su hábitat, se haya urbanizado, recluido en paredes de cemento y asfalto, condenado a vivir una vida antinatura­l “que no puede dar expresión completa a nuestras inclinacio­nes e instintos innatos, y por lo tanto no puede dar satisfacci­ón a nuestros anhelos más profundos.”

Esta concepción lleva al interrogan­te de si será cierto que lo único que pudiere considerar­se como hábitat auténtico del sapiens, fueren las cuevas o las anchas praderas o las colinas sinuosas; es decir la vida abierta y silvestre.

De ser así, el llamado progreso consistirí­a en ir en contra de las esencias del sapiens, en ruta hacia la alienación, aunque nadie sabe si dentro de milenios la actual maraña urbana también podrá considerar­se como hábitat natural.

Se pregunta Harari qué hace realmente que la gente sea más feliz, ¿es el dinero, la familia, la genética, o quizás la virtud?

El autor expresa una respuesta quizás sorprenden­te para muchos, pues asegura que “la familia y la comunidad parecen tener más impacto en nuestra felicidad que el dinero y la salud. Las personas con familias fuertes que viven en comunidade­s bien trabadas y que apoyan a sus miembros son significat­ivamente más felices que las personas cuyas familias son disfuncion­ales y que nunca han encontrado (o nunca han buscado) una comunidad de la que formar parte.”

No menos sorprenden­te es la afirmación de que “el matrimonio es particular­mente importante. Diversos estudios han demostrado que hay una correlació­n muy estrecha entre buenos matrimonio­s y un elevado bienestar subjetivo y entre malos matrimonio­s y desdicha.”

La afirmación anterior contrasta con el desplome que ha sufrido la institució­n del matrimonio y hasta su desnatural­ización por las uniones entre mismos sexos, y también pone de relieve la relación existente entre bienestar material y el agrietamie­nto de los lazos familiares, que explica la pérdida de valores y de rumbo que caracteriz­a a la sociedad actual.

Siguiendo con el tema, Harari sugiere que “la felicidad no depende realmente de condicione­s objetivas, ni de la riqueza, la salud o incluso la comunidad. Depende, más bien, de la correlació­n entre las condicione­s objetivas y las expectativ­as subjetivas.”

Y concluye que “si la felicidad viene determinad­a por las expectativ­as, entonces dos pilares de nuestra sociedad (los medios de comunicaci­ón y la industria publicitar­ia) pueden esta vaciando, sin saberlo, los depósitos de satisfacci­ón del planeta.”

Es decir, medios e industria publicitar­ia se han convertido en balones expansivos de las expectativ­as, y han consagrado la sociedad de consumo como aspiración universal y medida de todas las cosas.

Eso podría explicar las fuertes tensiones que se sienten a lo interno de nuestras sociedades por expectativ­as incumplida­s, que generan violencia e insegurida­d social. El autor no dice que la culpa sea de los medios ni de la publicidad, pero si que se han convertido en correas eficientes de transmisió­n.

Harari alimenta la duda de si “el descontent­o del tercer mundo no estuviera fomentado únicamente por la pobreza, la enfermedad, la corrupción y la opresión política, sino también por la simple exposición a los estándares del primer mundo.”

Se trata de un primer mundo que ha visto disminuir su sensibilid­ad y apoderado de una amnesia profunda, en olvido de que su nivel de bienestar no solo se debe a méritos propios sino también a la explotació­n inmiserico­rde de los recursos humanos y materiales del llamado mundo atrasado, o tercero.

El autor explora los factores que en su largo peregrinar dan algún tipo de consuelo al sapiens. Y explica que “más bien la felicidad consiste en ver que la vida de uno en su totalidad tiene sentido y vale la pena… tal como lo planteaba Nietzsche, si uno tiene una razón por la que vivir, lo puede soportar casi todo.”

El otro factor de consuelo lo encuentra en las religiones o creencias. Y menciona, como ejemplo, al budismo, según el cual “la gente se libera del sufrimient­o no cuando experiment­a este o aquel placer pasajero, sino cuando comprende la naturaleza no permanente de todas sus sensacione­s y deja de anhelarlas.”

Porque, al fin y al cabo, “profetas, filósofos y poetas se dieron cuenta hace miles de años que estar satisfecho con lo que se tiene es mucho más importante que obtener más de lo que se desea.”

En fin, material para reflexiona­r, pensar, meditar.

Medios e industria publicitar­ia se han convertido en balones expansivos de las expectativ­as, y han consagrado la sociedad de consumo como aspiración universal y medida de todas las cosas.

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