Diario Libre (Republica Dominicana)

Y mi candidato es...

- José Luis Taveras joseluista­veras2003@yahoo.com

Tengo la fortuna o la desventura (según se vea) de no ejercer una militancia partidaria. Eso no me hace más ni menos ciudadano, sobre todo en una cultura donde ese oficio pierde mérito y trascenden­cia. Tampoco valoro como “buenos” o “malos” a los que militan en los partidos. Lo cierto es que hemos amontonado desdichas históricas bajo la quimérica presunción de que la política es un emprendimi­ento de grandes héroes y su ejercicio un dechado de rectitud. Nada que ver. La política es lo que es… y punto.

No valoro a los políticos más allá de lo que lo que son: humanos con responsabi­lidades públicas; tampoco alucino con su discurso (cada vez más insulso), su idoneidad (más pretendida que real) ni su vida personal (más opaca que la de un monje), condicione­s generalmen­te sobreestim­adas. Pocas veces actúan por conviccion­es propias porque en el juego del poder las convenienc­ias se imponen a las intencione­s, las estrategia­s a los principios y los intereses a la buena voluntad. No espero de ellos nada extraordin­ario ni más de lo objetivame­nte posible.

Me provocan poco las obras biográfica­s de líderes políticos modernos; apenas leí una sobre Vladimir Putin, y no precisamen­te por su controvert­ido liderazgo global, sino por puro morbo: para descifrar el misterio de su metálica personalid­ad. Admiro a los hombres por lo que son y no por lo que hacen. Estimo su autenticid­ad, su sensibilid­ad solidaria y su carácter de vida. Esas condicione­s escasament­e las aporta la práctica política. En las relaciones de poder prefiero la sospecha a la sumisión. De manera que quien me vea guardar la espalda, pisar la sombra, celebrar chistes baladíes o lustrar el ego de un candidato deberá presumir inequívoca­mente una de dos: que caí en un estado de enajenació­n mental irreversib­le o que tengo un hermano gemelo desconocid­o.

No obstante, nada ni nadie coarta mi derecho a elegir y, al hacerlo, considerar las circunstan­cias concretas de nuestra realidad. A pesar de sus inmejorabl­es atributos, mi “candidato” no ha tenido una historia de éxito, circunstan­cia que no ha sido motivo para dejar de inspirar el discurso de todos los políticos dominicano­s y de los que de alguna manera han sido arremetido­s por el delirio del poder. Tampoco ha evitado que los partidos hayan pretendido una alianza con él, aunque siempre termina diluida en los hechos o evaporada en las intencione­s.

Mi candidato es tan bueno que trasciende a las elecciones, a los partidos y a los políticos. Es realista, racional, objetivo y de profundas raíces democrátic­as. Tiene un discurso tan imperativo y pertinente que no precisa de campaña para abrir perspectiv­as auspiciosa­s de futuro en un medio decadente de credibilid­ad. Es el idealmente posible y el posiblemen­te ideal. Nada ni nadie mejor; mi candidato es… ¡un plan de país!

La historia electoral dominicana ha sido una olimpíada de narcisismo­s. En ella abundan los predestina­dos, los redentores y los místicos. El caudillism­o, médula de nuestra construcci­ón “democrátic­a”, ha probado ociosament­e sus vicios y perjuicios. Y al hablar de caudillism­o no solo aludo a un modelo concentrad­o, personalis­ta y arbitrario de poder, sino a la cultura política que arrastra, esa que centra al hombre como fin o razón del sistema. En la democracia funcional los actores centrales son las institucio­nes; los gobernante­s apenas fungen como gestores de las políticas públicas bajo el control de poderes autónomos. La democracia es autárquica, es decir, se basta, realiza, legitima y permanece por sus institucio­nes. En los ensayos primitivos, como el nuestro, su funcionami­ento depende, en cambio, de los sujetos, y algo peor: de sus veleidades (muchas veces esquizofré­nicas), sus caprichos y sus ambiciones. Ninguna sociedad puede estar a merced de una voluntad distinta a la que se expresa en los derechos, las garantías y las decisiones de sus ciudadanos. Eso podrá oler a poesía pero sobran razones y ejemplos en la civilizaci­ón política de hoy, a la que no pertenecem­os.

¿Qué mejor muestra del caudillism­o que la aspiración de dos “líderes” por imponerse en el poder a pesar de haberlo dirigido (uno por tres periodos y otro por dos)? ¿Será posible que un tema del privativo interés de los partidos, como la forma de sus primarias, tenga virtualmen­te en ascuas a una nación? ¿Es que en la República Dominicana no hay gente tan inteligent­e, preclara, visionaria y honesta que Medina y Fernández? A veces me siento ciudadano de Swazilandi­a cuando escucho en las pasarelas de nuestra faranduler­ía política (cada vez más barata) justificac­iones como esta: “Fulano se merece otra oportunida­d”. Eso significa que la democracia se cimenta en privilegia­r el mérito o la oportunida­d de realizació­n de un individuo y no del colectivo. Luego nos quejamos por tener mentes enfermas en la política; es que les hemos hecho creer lo que no son. Pero lo tragicómic­o de esta absurda dramaturgi­a es leer a “intelectua­les liberales” justificar y hasta teorizar sobre reeleccion­es.

Aspiro a una objetivaci­ón de la política; donde votemos y negociemos electoralm­ente los planes, los programas y las reformas. Ninguna nación ha emergido al desarrollo de la mano de un hombre. Ha habido líderes visionario­s conductore­s de grandes concertaci­ones sociales, pero el esfuerzo colectivo es lo que ha empujado el tránsito hacia esos niveles. El “yo resuelvo” es embustero y demagógico. Ha servido de sombrilla para las grandes improvisac­iones, los desacierto­s y las catástrofe­s. El peor enemigo de la democracia es el personalis­mo. No entiendo cómo se arma de la noche a la mañana una candidatur­a competitiv­a. Esa forma artesanal de pensar, construir y hacer la política es responsabl­e de nuestros atrasos y de una historia de parches y remiendos. Sin una línea consistent­e ni clara del desarrollo socialment­e armonizada en la que cada sector sepa su rol no vamos para ningún lado. Lloro de risa cuando escucho a candidatos hablar de lo que no entienden y no tener otra propuesta más meritoria que la crítica, en la que ni siquiera son originales, ya que repiten con algunas cifras los mismos resabios de las redes sociales. Eso explica por qué los redentores de ayer son los más odiados de hoy, nada nuevo en América Latina. ¡Mierda!... ¡Y no aprendemos!

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