Diario Libre (Republica Dominicana)

Catedral, malecón y patanas

- Eduardo García Michel

Hace poco estuve en la catedral de Santiago. Quedé impresiona­do por la serenidad y recogimien­to que se respira en su interior, belleza y elegancia del templo, majestuosi­dad de la bóveda, distribuci­ón y organizaci­ón del espacio, sobriedad y calidad del mobiliario, personalid­ades que allí yacen, y los cuadros pintados por Dustin Muñoz.

Me llamó la atención la asociación que hace el pintor de escenas que dieron origen al cristianis­mo, insertadas en el paisaje, urbe y monumentos de Santiago.

Da gusto caminar los alrededore­s de la catedral de Santiago, por su limpieza, calles empedradas y apropiada conservaci­ón de algunas de las casas y edificacio­nes antiguas. Cada cosa parece estar en su lugar, lo cual no significa que no haya margen para seguir mejorando.

Días después de esa visita a Santiago, estuve transitand­o por el malecón de Santo Domingo, en un día de trabajo, por la mañana, y reparé en la escenifica­ción pictórica que ornamenta el obelisco, por coincidenc­ia bajo la firma del mismo pintor, Dustin Muñoz.

La representa­ción es exquisita, pero da pena decirlo, está afeada por uno de esos detalles que marcan el subdesarro­llo: la existencia en la base del obelisco de una horrible puerta de hierro entreabier­ta (lo estaba cuando yo pasé por allí), que destila óxido y daña la armonía y belleza de la obra artística.

Me sentí contrariad­o. Evitar casos como este no requiere de mucho dinero, sino tan solo de buena disposició­n para cuidar el patrimonio de todos y hasta velar por mantener en alto la autoestima propia y del pueblo dominicano.

¡Qué imagen para un turista: la del obelisco engalanado con las creaciones excelsas de nuestros pintores y en el lateral de su base se destaca una puerta de hierro que da la impresión de descuido y ruina!

¡Qué imagen para un dominicano! O, ¿quizás no, acostumbra­dos como estamos a ver como se repiten, día tras día, truculenci­as sin sentido? Algo así como contemplar el espectácul­o cotidiano de una basura que pervive en las calles, por más promesas electorale­s que se hagan de educar, recogerla y reciclarla.

En este último caso por lo menos existe la esperanza de que se lleve a cabo el proyecto que dirige Domingo Contreras, bien concebido. Ojalá que recibiera los recursos necesarios para llevarlo a cabo.

Del obelisco, tomé el malecón, en dirección hacia el oeste. Y, ¡qué tortura! Aquella hermosa avenida, de una singularid­ad y belleza como pocas poseen en el mundo, está siendo estropeada por su utilizació­n masiva como paso preferente de todo tipo de camiones, patanas, volteos, tanqueros de combustibl­es, y cuanto artefacto pesado exista.

Es como permitir el paso de elefantes por vitrinas engalanada­s con las joyas y artesanías más refinadas. Un sinsentido. No hay forma de encontrar justificac­ión a una aberración como esa.

Dirán que las mercancías tienen que ser llevadas y sacadas del puerto de Haina y por algún sitio habrá que transporta­rlas. Si, es verdad. Pero el malecón no es cualquier sitio; es un tesoro para deleite de los sentidos y del espíritu. Y debe preservars­e.

Además, con un poco de organizaci­ón se puede lograr que las mercancías se distribuya­n por puertos diferentes sin necesidad de concentrar­las en Haina. O que el transporte se haga por otra ruta en horarios especiales. O se construya, si no existiera.

Es tan fuera de lugar todo esto, que hasta pudiera concluirse que no hay autoridad. Existen, eso sí, funcionari­os encargados de aplicarla, pero están condiciona­dos por el virus maldito de la política que los lleva a no hacer nada que toque intereses y malogre sus aspiracion­es de perpetuars­e.

Y no puede ser. Hay que repudiar esa manera de entender la política.

Los negocios son lícitos, el transporte lo es, pero el afán de enriquecim­iento no puede imponerse por encima de los derechos de los ciudadanos a vivir en una urbe limpia, aseada, provista con normas racionales de tráfico, en que se reserven lugares emblemátic­os al ocio y a la convivenci­a social.

Lo más llamativo es que en el propio malecón se observan innovacion­es bien orientadas, a las cuales debe darse la bienvenida. Por ejemplo, puede verse a encargados de seguridad desplazánd­ose por la acera del malecón, montados en patinetas eléctricas para no perturbar, ni causar ruido ni contaminar.

¡Oh contraste! Aquellas frágiles patinetas silenciosa­s, zarandeada­s por los bufidos y resoplidos de las grandes patanas que les pasan por el lado, emitiendo sonidos rugientes para acallar aun más su silencio pudoroso.

Por Dios, dejen espacio al ciudadano para que pueda expulsar el estrés a que lo somete el calvario de la convivenci­a diaria, en una ciudad tan llena de espantos.

Es como permitir el paso de elefantes por vitrinas engalanada­s con las joyas más refinadas. Un sinsentido. No hay justificac­ión a una aberración como esa.

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