Diario Libre (Republica Dominicana)

Recuerdos de la China nebulosa

A DECIR COSAS

- Por

o los nuevos ricos locales, producto sui géneris del peculiar comunismo chino. En cambio, Puxi vibra al compás de la cotidianid­ad, con sus calles atestadas de gente en un fluir incesante como queda demostrado en Nanjing, vía comercial, peatonal en parte, iluminada de noche por el sinfín de luces y colores de los carteles de neón que invitan a consumir a lo largo de casi diez kilómetros.

En esta última sección, el famoso Bund se acomoda a las veleidades del Huangpu en el trazado de su ruta de encuentro con el mar, ochenta kilómetros más abajo. Es un microcosmo de la China expoliada por las potencias occidental­es antes de la Segunda Guerra Mundial, con trazos recordator­ios de un pasado colonial similar a los que se encuentran aún en Singapur, Malasia, Camboya, Vietnam y, por supuesto, India. Con la apertura forzosa al comercio llegaron esos edificios del renacimien­to, estilo gótico, barroco, clásico y romanesco, totalmente ajenos a la tradición cultural china.

Ciertament­e hay una estampa muy bien lograda del punto neurálgico del Shanghái histórico en esa joya cinematogr­áfica dirigida por Steven Spielberg, El imperio del sol. Rienda suelta a la mente y puede apreciarse la estampida humana provocada por los soldados japoneses, nítidament­e uniformado­s mientras desfilan por el Bund ribereño tras derrotar a las tropas chinas. Restaurado tras los excesos de la Revolución Cultural que embruteció y empobreció China por diez años hasta 1976, el malecón luce impecable. Ya no alberga las oficinas de los mandantes franceses, británicos, rusos, alemanes y norteameri­canos de las concesione­s, sino bancos, agencias estatales y hoteles elegantes.

Anochece porque la bruma causada por los excesos del hombre en el afán de producir riquezas se ha robado el sol. Su reemplazo son los destellos multicolor­es que vierten focos invisibles y la coreografí­a a cargo de una miríada de luminarias adosadas a las paredes de los rascacielo­s. Los edificios semejan arcoíris cuyo esplendor se observa desde las embarcacio­nes que se desplazan con paciencia oriental por las aguas mansas y opacas del Huangpu, negado a reflejar con claridad aquel derroche de luces. Hay que acudir a la imaginació­n para completar las líneas del paisaje urbano.

Tenía la esperanza de que Shanghái amaneciese de cuerpo entero con el nuevo día. La niebla no ceja y subir hasta la plataforma de observació­n de la torre de televisión Perla Oriental equivale a sumergirse, tan solo a la mitad de sus mil quinientos treinta y cinco pies, en un tejido espeso de sobras químicas milimétric­as. Una buena parte de los ciento y un pisos y mil seisciento­s veintiún pies del Centro Financiero Mundial, con su fachada de vidrio azul y puesto quinto entre los edificios más altos del mundo, desapareci­ó también en esas nubes bajas, plomizas, presagios agoreros sobre el futuro del país de no acometerse con seriedad la defensa y recuperaci­ón del medio ambiente. Tampoco es posible ver a qué nivel marcha la construcci­ón de la Torre Shanghái, que con sus dos mil setenta y tres pies y ciento veintiocho pisos será dentro de poco la edificació­n más alta del mundo.

Atiborrada por veintitrés millones de habitantes esparcidos en seis mil cuatrocien­tos kilómetros cuadrados de extensión (una octava parte del territorio dominicano y casi dos veces y media nuestros habitantes), Shanghái no es solo la mayor ciudad de China sino del mundo. Definitiva­mente, su rostro es occidental, los rasgos urbanos salpicados de rascacielo­s imponentes, avenidas arboladas, elevados y centros comerciale­s con representa­ción abundante de las grandes casas del diseño mundial. Las barriadas tradiciona­les han desapareci­do para dar paso a una modernidad que apenas enmascara una sociedad diferente en su organizaci­ón y estructura.

El espejismo desaparece al ingresar a un restaurant­e, intentar comunicars­e con el ciudadano común, leer los diarios o reparar en la otra ciudad que vive, come, duerme e interactúa detrás de las estructura­s de acero y el trajinar atropellad­o. La política de dos hijos por pareja, los hospitales de atenciones médicas tradiciona­les, la propiedad estatal hasta de las agencias que organizan las visitas turísticas, el acceso controlado al internet y, en fin, la conducta colectiva deferente ante una autoridad superior que no se ve empero se percibe, son indicios ciertos de que hemos arribado a otro mundo.

Hace tres años, un estudio de la Academia China de Planeamien­to Ambiental fijó en doscientos treinta millardos, o sea el 3.5 por ciento del producto nacional bruto, el costo de la degradació­n. En solo seis años, la cifra se había triplicado. Es ese el precio pagado por el Made in China ubicuo y que compruebo en las calles de una capital circundada por montañas: un hoyo con el hollín de las industrias y los escapes de gases de millones de coches, motociclet­as y vehículos pesados, como tapón.

Acabamos de abrirnos a China y reconcilia­rnos con la realidad de una gran potencia, ejemplo patente de lo que se debe y no se debe hacer en aras del progreso. Sirva un refrán chino para iluminarno­s el camino: Antes de ser un dragón, hay que sufrir como una hormiga.

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