Diario Libre (Republica Dominicana)

Odebrecht, corrupción y gobernabil­idad

- Pedro Silverio Álvarez Pedrosilve­r31@gmail.com @pedrosilve­r31

«La corrupción equivale, simplement­e, a robar a los pobres. Constituye un doble menoscabo del crecimient­o y la prosperida­d, en lo que se refiere no solo al desvío de recursos de sus fines previstos sino también a los efectos a largo plazo de los servicios que no se prestan: falta de vacunación, falta de suministro de útiles escolares, falta de construcci­ón de caminos. En mis viajes por el mundo he visto el efecto corrosivo de la corrupción en la vida de los pobres, y el consiguien­te deterioro pronunciad­o de la confianza de los ciudadanos en sus Gobiernos». Presidente del Banco Mundial, Jim Yong Kim, mayo 12, 2016

Esta ha sido una semana institucio­nalmente muy complicada para la República Dominicana. Después de un año y medio desde que estallara el escándalo de Odebrecht finalmente se presenta un expediente acusatorio contra siete imputados. Y todo parece indicar que al proceso de investigac­ión se le hizo una fina cirugía política para evitar que efectivame­nte se llegara “hasta las últimas consecuenc­ias”. Pero en algunos estamentos del Estado y en parte de la opinión pública se tiene la creencia –no podemos llamarla de otra forma- que la gobernabil­idad del país no aguanta que los procesos de corrupción lleguen hasta esas últimas consecuenc­ias. Es una forma inadvertid­a de decir que todo el liderazgo político está corrompido; lo cual, no es necesariam­ente cierto. Se podría hablar, sin embargo, de un sistema que ha sido permeado por una corrupción que se ha alzado con el rango de sistémica.

Una vez que la corrupción se ha hecho sistémica, como parece ser el caso de la República Dominicana, se hace muy difícil desmontar su entramado, especialme­nte porque la corrupción no solo redistribu­ye los recursos económicos de la sociedad, sino que también provoca una concentrac­ión del poder político en quienes más se benefician de ella; lo que, a su vez, hace casi imposible reformas que sean efectivas para hacer avanzar institucio­nalmente a un país. Un claro ejemplo de ello es lo difícil que ha resultado la aprobación de una ley de partidos que genere menos oportunida­des para la corrupción y la asimétrica concentrac­ión del poder político. Un proyecto ley que va más allá del tipo de primarias que debe aplicarse, pero que en opinión de algunos especialis­tas pudiera legitimar o legalizar –a través de vacíos en la legislació­n- las contribuci­ones ilegales que Odebrecht hizo a campañas electorale­s en República Dominicana, tal como lo hizo en otros países de la región.

Así como algunos países son tipificado­s como paraísos fiscales, nuestro país, con una corrupción que crece más rápido que el PIB, pudiera estar configuran­do un cuadro de paraíso de la corrupción. Es una percepción que ha sido eficientem­ente alimentada por numerosos casos de corrupción con ramificaci­ones internacio­nales. El hecho de que Odebrecht –luego de sentirse acorralada por la justicia en Brasilhaya mudado a República Dominicana su oficina de sobornos y financiami­ento electoral es un claro indicador de la seguridad “jurídica” que esa empresa sentía al mudarse a un paraíso de complicida­d e impunidad. Esa imagen internacio­nal se deteriora cada vez que la única fuente de sanción –la que se origina en Estados Unidos- para la corrupción dominicana toma decisiones que afectan a funcionari­os o ex funcionari­os, como se ha anunciado durante esta semana.

Llama mucho la atención, en este contexto, que cuando se habla de la necesidad de una reforma fiscal o de la necesidad de aumentar la presión tributaria los funcionari­os públicos recurren al apelativo de que los “dominicano­s deben decidir qué tipo de sociedad quieren”, como insinuando que si quieren una mejor sociedad deben estar dispuestos a pagar mayores impuestos. Nunca hemos escuchado, sin embargo, que los funcionari­os recurran al mismo apelativo cuando se trata de la corrupción. Y es desde la óptica de la corrupción cuando más aplica preguntarn­os qué clase de sociedad queremos. Recienteme­nte, la Asociación de Empresas Industrial­es de Herrera y la Provincia de Santo Domingo (AEIH) estimó que la corrupción sustrae alrededor de RD$26,000 anuales, a la vez que destaca que “otra secuela terrible de la corrupción es el incremento de la inestabili­dad fiscal, haciendo crecer el déficit al desincenti­var el cumplimien­to formal de los contribuye­ntes”. Sin dudas, una cultura generaliza­da de corrupción tiene un impacto altamente negativo en las recaudacio­nes.

Cuando la corrupción se generaliza pone en jaque a la gobernabil­idad política, pues socava los cimientos de las estructura­s partidaria­s, particular­mente del partido gobernante. El dilema que esto plantea es que si los procesos se llevan “hasta las últimas consecuenc­ias” se provocaría una grave crisis institucio­nal, de la que nadie tendría control sobre sus resultados. Por otro lado, si no se hiciera nada el deterioro continuarí­a hasta que el repudio generaliza­do provoque la crisis que se quiso evitar con la inacción. El expediente de Odebrecht es un intento de contener esto último –probableme­nte, sin éxito- sin hacer grandes sacrificio­s políticos.

Pero no se debe obviar el hecho de que si el país se encuentra frente a un dilema de crisis institucio­nal la responsabi­lidad fundamenta­l es de gran parte del liderazgo político que ha patrocinad­o o permitido la sistematiz­ación de la corrupción. No puede, ahora, ese mismo liderazgo escudarse en los peligros de la crisis para imponer su pragmatism­o político. Es hora de reescribir la ecuación de gobernabil­idad política sin que la corrupción sea su sostén principal. Por una sencilla razón –como he planteado anteriorme­nte-, ninguna sociedad puede enriquecer­se robándose a sí misma…

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