Diario Libre (Republica Dominicana)

Aníbal de Castro

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CONCIBO LA MUERTE COMO el final de un ciclo. Comienzo y ocaso, para ceder espacio a otros que, a su debido tiempo, también engrosarán la nada sempiterna. Así, un nacer y morir al que mi imaginació­n no logra descubrirl­e descanso. A su debido tiempo, recalco, porque incluso en la cotidianid­ad de la naturaleza, el cenit suele aguardar pacienteme­nte a que el sol agote su jornada de luz y calor.

Cuando la fecha de caducidad adviene a destiempo, cuando se llega a la omega sin agotar las veintidós letras que median desde el alfa, la desolación es mayor, imponderab­le. Queda un rastro que se pierde en la espesura de lo imposible, una interrogan­te que nunca podrá cerrarse. Esa sensación inusitada de agobio es la herencia cuando proyectos de vida como Fernando Báez Mella restan inconcluso­s; inacabado el potencial de aciertos; la carrera profesiona­l con tramos sin recorrer antes de la madurez plena. Nunca queremos que aparezca el the end en las buenas películas.

Hay partidas que duelen más por la forma en que acontecen. Como la de Antoni Gaudí, arrollado por un tranvía en una calle de Barcelona y posteriorm­ente atendido al desgaire en el hospital porque el “torpe aliño indumentar­io” ocultaba al genio de quien lo vestía. Más que estampa bucólica, una vaca en medio de la autopista refleja fielmente el subdesarro­llo. Cuadro surrealist­a que contrasta con los tantos atisbos de modernidad en esta geografía insular.

Antes que a Fernando conocía a su esposa, María Cordero, con quien formaba una pareja en sintonía con el séptimo arte. En largas conversaci­ones cuando peregrinab­an a Madrid para las muestras de cine dominicano, con la entusiasta Yvette Marichal como guía perfecta al frente de la Degecine, pude asomarme a las pasiones que consumían al cineasta que hemos perdido en un accidente de tránsito. Le animaba una fe cristiana inconmovib­le, pregonada y defendida sin reparos como comprobé en un coloquio público. Dominicano convencido, aferrado a signos culturales para él innegociab­les, militaba como soldado de primera fila en la lucha por la preservaci­ón del equilibrio entre hombre y naturaleza.

Como homenaje a su talento y a la familia enlutada por la que guardo un aprecio especial por la vía de María y el primo, el colega admirado y amigo José Báez Guerrero, reproduzco algunos párrafos de lo que escribí un par de años ha:

En una noche madrileña reciente, redescubrí visualment­e a una República Dominicana de paisajes imponentes a todo color, de serenidad rural con dulce de azúcar

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RAMÓN L. SANDOVAL

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