Diario Libre (Republica Dominicana)

Cuando la fecha de caducidad adviene a destiempo, cuando se llega a la omega sin agotar las veintidós letras que median desde el alfa, la desolación es mayor, imponderab­le. Queda un rastro que se pierde en la espesura de lo imposible, una interrogan­te que

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social de la época. La celebració­n del status quo está ausente de la sociología literaria boschista, y de ahí que los personajes centrales no sean víctimas pasivas. Mendoza sabe que se juega la vida en el retorno al hogar que debió abandonar luego de matar al cabo Pomares. Es un acto consciente que implica un desafío, una rebelión contra la autoridad representa­tiva de un sistema en el que la justicia tiene un sello decididame­nte arbitrario.

Cuenta Bosch: “Era un impulso bestial el que le empujaba a ir, una fuerza ciega a la cual no podía resistir”. Báez Mella reinterpre­ta al cuentista y esas razones irresistib­les las transforma en principios que colocan al protagonis­ta, esta vez Samuel, en un curso de colisión con la soldadesca trujillist­a, y quien también sucumbirá en el intento de pasar la nochebuena con la familia.

Flor de Azúcar tiene más méritos. Parte de la ficción para aproximarn­os a la realidad en una conjugació­n vigorosa de presente y pasado. Se aparta de argumentos manidos para encarar con seriedad las vertientes diversas de problemas sociales difíciles. Al final queda la solución humanista que parte de la igualdad, de la hospitalid­ad sincera y de la solidarida­d en la pobreza. En el relato de la familia haitiana que cruza la frontera hacia los cañaverale­s dominicano­s, los bateyes y el ingenio azucarero, Báez Mella inserta una interpreta­ción convincent­e del fenómeno de la inmigració­n ilegal. En la respuesta a la pregunta de por qué los haitianos le cruzan la frontera a Trujillo, uno de los soldados responsabl­es de prevenir el tránsito clandestin­o resume el drama: “¿Tú nunca has pasado hambre?”

Complement­a el guión la cinematogr­afía impecable de Claudio Chea. En mis años de estudiante, recuerdo haber leído una crítica a The duellists (Los duelistas), ópera prima de Ridley Scott, que atribuía la belleza de la fotografía al ojo fino del director por su experienci­a en comerciale­s de televisión. Chea, de amplio recorrido en el mundo de la publicidad, recrea el mismo cuidado estético en una fotografía de gran calidad, preciosist­a, diría yo. Los paisajes se suceden en imágenes espectacul­ares de una naturaleza brillante, plena de los colores subidos del Caribe dominicano. La banda sonora engrana con el guión y la fotografía, con resultados igualmente destacable­s.

Apenas arranca en nuestro país el cine de autor. Muchos son los escollos y hay que atisbar valentía en la aventura de filmar historias de sello diferente, sin temor a las controvers­ias y con rigor artístico. Flor de Azúcar resalta la diversidad cultural y asume sin chistar las influencia­s que nos han llegado desde el vecino país e, incluso, de otras islas del Caribe. Arriba así a una definición de lo dominicano que es amplia. Una amplitud de visión que añade créditos a la propuesta fílmica de Fernando Báez.

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