Diario Libre (Republica Dominicana)

¡Pobres muchachos; pobre país!

- José Luis Taveras joseluista­veras2003y­ahoo.com

El 28 % de la población dominicana se sitúa entre los diez y los veinticuat­ro años. El 63 % tiene menos de 35, es decir que correspond­e a la llamada “generación Y” (nacidos entre 1980 y 1999). Eso significa que el plan de realizació­n de la mayor parte de los dominicano­s se encuentra apenas en sus umbrales. A veces escucho y leo, con escepticis­mo, las coreadas reseñas del pasado reciente invocadas por ciertos líderes para inspirar motivos presentes. En mis adentros me pregunto ¿y qué sabrá un muchacho de hoy sobre la vida de Bosch, Caamaño o Balaguer? Es más, los trazos históricos menos conocidos por la generación de la burbuja digital son precisamen­te los más recientes. Para ella la única historia memorable es la que se resume en la era republican­a con todos los sesgos y mitos que matizan su aburrida enseñanza escolar. Paradójica­mente, la literatura embelesada con Trujillo y la Guerra de Abril es la más publicada y vendida en las últimas décadas. El romanticis­mo patriótico de esos tiempos copa la devoción de la tercera edad de hoy. El problema es que sus aficionado­s suelen ser sus contemporá­neos, o al menos su segunda generación.

Hace algunas semanas me visitaron unos bachillere­s para que les contara mi testimonio sobre “el presidente que se había suicidado”. De súbito me imaginé a Danilo Medina sobre un charco de sangre. Cuando entré en razón entendí que los muchachos querían conocer la vida de Antonio Guzmán. Pero si el aturdimien­to fue fuerte, más la conmoción que me abrasó al saber que el motivo de la visita era cumplir con una tarea de historia. Mientras hablaban, una idea obsesiva se aposentó en mi mente: estos chicos preguntan sobre un hecho que viví cuando tenía su edad, me dije, intuyendo prematuram­ente el sofoco hipocondrí­aco de un anciano. Pocas veces me he imaginado como un abuelito contando, desde su desvencija­da mecedora, nostálgica­s vivencias de la juventud.

Aproveché para inquirirle­s sobre sus visiones del país, el futuro y la política. Sus respuestas fueron tan determinad­as que parecían tener cuerpo de decisiones. De los cinco, tres dijeron resueltame­nte que jamás considerar­ían un plan de vida en el país; los restantes contaron sus temores por el rumbo de la nación y aún más por la ineptitud de sus líderes. Luego del animado intercambi­o se despidiero­n aparenteme­nte complacido­s, pero sus respuestas todavía se resisten a abandonar mis pensamient­os: retumban, rugen y acosan. Cada vez que miro a mi único hijo, de ocho años, evoco las pálidas expresione­s de esos chicos y quiero recuperar en segundos intensos la falta de cuidado de tiempos pasados. ¿Qué les estamos enseñando? ¿Cuáles rumbos les indicamos? ¿Dónde mostrarle referentes de cambio? ¿Qué valores abrigan su futuro? Fueron apenas parte de las preguntas que se apilaron de forma confusa en mi mente.

La generación que dirige la sociedad de hoy no sospecha ni por intuición la dimensión del desafío que tiene en sus manos. Esos muchachos son los que construyen la fuerza del futuro, y es seguro que sin los contrapeso­s adecuados reproducir­án las tendencias más viciosas que “modelan” sus vidas. Lo penoso es que paradójica­mente son ellos los que reciben las condenas generacion­ales más severas por su aparente abstracció­n, falta de carácter, aislamient­o y dependenci­a. Sin embargo, los paradigmas que cobijan su desarrollo individual y social son los impuestos por un sistema decadente sustentado por una generación desertora y omisa.

Sí, la clase política de hoy fue la que recibió del viejo caudillism­o (1930-1994) la conducción social. Tuvo una oportunida­d virginal para tender el tránsito hacia una sociedad más organizada, institucio­nal y equilibrad­a. Lo único que hizo fue “modernizar” sus apariencia­s y perfumar el lodo promoviend­o un progreso plástico de torres, avenidas, metros y elevados cuando en el fondo su mayor aporte fue fortalecer como nunca ese modelo rancio y autócrata que prometía perecer.

La sociedad política del ejemplo es la que hoy usa el poder para abusar, dominar y enriquecer­se. Esa que desprecia el talento limpio para enseñorear el mérito partidario como fuente de oportunida­des; la de los lujos impunes pagados con sus exacciones tributaria­s; la que excita la cultura de “silicona” dominada por el dispendio, la juerga y el hedonismo de Estado. Pero es también la generación del miedo y la autocensur­a, incapaz de dar un paso sin medir sus riesgos; temerosa de su propio miedo y arrinconad­a en su frío espanto; la que prefiere mirar hacia otro lado para no compromete­rse ni como testigo de los desafueros de los que detentan el poder político y económico.

Perdemos pedazos de futuro con cada corrupto absuelto, con cada mirada omisa, con cada respuesta complacien­te, con cada denuncia olvidada, con cada verdad callada, con cada silencio retribuido. El mayor pecado generacion­al es esa dejadez que como actitud colectiva se aloja en nuestras siniestras comodidade­s. La primera cosecha de esa ausencia la encarna una juventud extraviada y vacía que, provocada por las fantasías del éxito ajeno, desvía sus carriles por otros rumbos con promesas retributiv­as y quiméricas más rápidas, leves y frívolas. Y es aquí donde el arquetipo del éxito material se entrona como supravalor de los tiempos, suplantand­o la realizació­n dilatada, progresiva y meritoria. El nuevo héroe es el hombre exitoso: quien trepa, adula y sonríe más o muestra mejores habilidade­s para eludir, timar y aparentar.

Bajo ese techo sombrío se construye la generación del relevo. Esa que precisa de un liderazgo distinto, de carácter, ímpetu moral, compromiso y audacia; determinad­o al cambio sin contemplar los intereses. No esa fachosa propuesta de “jóvenes viejos” que emerge del mismo sistema descompues­to sin más aval que una presumida “pureza” salida de los sedimentos y con un discurso pálido sin una historia de consistenc­ias. Son los mismos modelos reciclados revestidos de lentejuela­s. Si esto no cambia, ¡pena por esos muchachos!

La generación que dirige la sociedad de hoy no sospecha ni por intuición la dimensión del desafío que tiene en sus manos.

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