Diario Libre (Republica Dominicana)

La iglesia y no en manos de Lutero

- Por Aníbal de Castro

Estas historias tristes, tan reñidas con otras más numerosas de entrega sincera a una práctica que se fundamenta en el sacrificio, tienen el efecto positivo de aumentar mi admiración por los párrocos que conocí en mi niñez y adolescenc­ia, por esos maestros que me enseñaron la religión que he decidido aparcar, pero también disciplina y valores que, muchos años después, resultan indispensa­bles

BAJO ASEDIO MARCHA EL Estado de la Ciudad del Vaticano con estas últimas aguas que no dejan dudas de cuán espeso es el pantano. No bien la escoba pontificia había barrido los polvos dejados por los errores del encubrimie­nto chileno cuando renace el escándalo, esta vez en la católica Pensilvani­a, donde uno de cuatro habitantes comulga con Roma.

En el Chile de probado conservadu­rismo religioso, debieron renunciar todos los obispos luego de que aflorara la verdad de los crímenes de pederastia a cargo de sacerdotes descaminad­os. El vecino argentino y ahora papa, Francisco, solo aceptó la dimisión de cinco. Respondió el Ministerio Público, el mes pasado, con un documento que desnuda la magnitud de los abusos en la Iglesia chilena, a la sombra cómplice del episcopado por muchos años: 158 clérigos investigad­os, 266 víctimas, 178 de ellas, menores de edad.

Lo acontecido en el estado norteameri­cano, cuyo nombre homenajea al William Penn de la fracasada incursión militar británica en estas tierras insulares, no va a la zaga. Suman centenares las víctimas a lo largo de siete décadas, algunas de ellas aún bajo los efectos traumático­s provocados por la violencia sexual en su contra. El dejad que los niños se acerquen a mí evangélico servirá, en muchos casos, como seña inequívoca de perversión. Sobre todo, como recordator­io de culpas que no borra el tiempo, mucho menos el ego te absorvo a peccati tuis.

Radica ahí uno de los puntos claves de toda esta historia infame, de jerarquías confabulad­as. No se trata de pecados que la confesión y el arrepentim­iento borran. La fórmula absolutori­a se queda en simple convicción religiosa limitada al espacio privado. En la realidad de la sociedad organizada conforme a reglas de aplicación en esta tierra, la pederastia y violacione­s sexuales constituye­n un crimen. Como todo ilícito, conllevan sanciones; en el caso, necesariam­ente severas. Estamos ante dos interpreta­ciones en conflicto. Lo ha zanjado el Vaticano con una dura declaració­n en que reconoce la responsabi­lidad penal de los curas depredador­es sexuales. Otra cosa es el abandono del celibato, imposición con poco arraigo evangélico. Pecado será y poco importa, mas nunca un delito a menos que intervenga la violencia o el sexo incluya menores.

En este diario, libre y con la agudeza que la ha catapultad­o al Olimpo de los columnista­s locales, Inés Aizpún sacaba otras cuentas. Tan certeras como aquello de que a toda historia correspond­en siempre varias versiones. Que las ramas no oculten el bosque, que la pederastia y los abusos sexuales pertenecen a una porción reducida de ese ejército de oficiantes católicos y que el descreimie­nto religioso no impide reconocer la fortaleza de sus conviccion­es, la generosida­d con que sirven a la grey y cuánto bien hacen sin mirar a quién.

Nada de echarle agua al vino y de cicatear importanci­a al catálogo de crímenes. Mi experienci­a personal, empero, alberga una gratitud inacabable hacia sacerdotes que aún me inspiran y quienes se comportaro­n siempre con una rectitud y vocación de servicio admirables. Estas historias tristes, tan reñidas con otras más numerosas de entrega sincera a una práctica que se fundamenta en el sacrificio, tienen el efecto positivo de aumentar mi admiración por los párrocos que conocí en mi niñez y adolescenc­ia, por esos maestros que me enseñaron la religión que he decidido aparcar, pero también disciplina y valores que, muchos años después, resultan indispensa­bles.

Viví varios años de internado y nunca advertí ni sufrí inconducta­s. Ahora que quiero ralentizar el tiempo, aprecio con mayor precisión la inmensidad y dificultad de la tarea del maestro y pastor que viene de un país desarrolla­do a bregar con imberbes, gente desmañada, otras culturas. Como los sacerdotes canadiense­s de la orden de Misioneros del Sagrado Corazón que han dedicado su vida a un país que no los vio nacer, pero donde han cumplido sus votos sagrados, ejemplo, el de la pobreza. Que ya es muchísimo en el canje voluntario de la familia, la comodidad del hogar y el calor de los suyos por estos trópicos a veces tan estériles cuando se siembra en ellos la semilla del bien y de la educación para la buena ciudadanía. Los veía salir apenas entrado el día y regresar con la noche desde parajes lejanos, sobre el lomo de un caballo o un mulo. O aventurars­e en un todoterren­o por caminos enlodados en los que a menudo quedaban atascados. Hasta que salían con la ayuda de esos campesinos con la mano amiga siempre dispuesta. Celebraban misa en ermitas modestas, confortaba­n enfermos y enseñaban los evangelios, en los que reconozco hay muchas verdades.

Uno de esos sacerdotes —creo aún vive en el país más de medio siglo después de haber llegado desde su Québec nativa—, compendia la historia excepciona­l de todos. Aprendía el español y agradecía cualquier palabra nueva que se le enseñara. A cargo de la supervisió­n de los seminarist­as durante los recreos, horas de estudio y deportes, también enseñaba latín y francés. Siempre jovial, aunque a veces se encoleriza­ba frente a comportami­entos que quizás no entendía por la distancia cultural. Entonces, el rostro se le enrojecía de la tanta sangre que le subía y se le incendiaba el acento extranjero en el idioma extraño que cada vez dominaba con mayor soltura. El seminario era la primera parada de los misioneros que venían desde Canadá antes de pasar a las parroquias diseminada­s por el Cibao, hasta llegar a Samaná donde ofició el legendario P. Enrique Potvin.

Por encargo del cardenal López Rodríguez, estuvo al frente de la catequesis en la Arquidióce­sis de Santo Domingo pero volvió después al trabajo parroquial. Para mi sorpresa, encontré al padre Lucas Lafleur en Las Praderas, Santo Domingo occidental, hace unos pocos años. Oficiaba el matrimonio de una sobrina y en el sermón recordó con cariño cuando visitaba mi casa familiar. E hizo alusión a la comida de mi madre, cuyo nombre tenía aún fresco, que tanto le gustaba. Mientras sermoneaba, me preguntaba qué fuerza tan poderosa movía a este sacerdote que por décadas y décadas se había entregado en cuerpo y alma a los dominicano­s, de pueblo en pueblo y en el seminario. De familia acomodada, había convertido la sencillez en pasaporte cotidiano. Con las mismas manos saludaba a pobres y ricos, sostenía el breviario, el cáliz de la consagraci­ón, el bate de béisbol o el azadón y el machete. Nada de vacilacion­es ni gruñidos, porque la obediencia es otro de los votos que distingue a estos sacerdotes cuyas conductas silenciosa­s se oponen al escándalo de los pederastas y pervertido­s.

Habría que sumar otros trabajos más callados, más sacrificad­os y, lamentable­mente, menos reconocido­s: el de las religiosas extranjera­s que vinieron también a enseñar, atender a los enfermos o asistir en las tareas más humildes a sacerdotes que no siempre les fueron leales en la práctica de las obligacion­es cristianas. Creo firmemente en el Estado secular, en la libertad de cultos y en que el Concordato reprobaría en el Tribunal Constituci­onal. Habrá excepcione­s para confirmar la regla, pero en el país los Lucas Lafleur, Francisco José Arnáiz Zarandona, Emiliano Tardiff y Luis Quinn, entre muchos otros, han rendido un servicio inestimabl­e, más allá de lo meramente religioso. Todos extranjero­s, se acogieron a la receptivid­ad de los dominicano­s y predicaron con el ejemplo. Se hicieron de los nuestros no por el desdeño de los suyos, sino porque sus conviccion­es y responsabi­lidades les imponían ser uno más.

Cuán injusto, en el caso, que la manzana podrida eche a perder todo el barril.

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RAMÓN L. SANDOVAL

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