Diario Libre (Republica Dominicana)

Sus obras compendian el caleidosco­pio caribeño con una vitalidad fuera de serie. Escapan de lo anecdótico y local para enlazar causas y consecuenc­ias en relatos en los que la ficción desenmasca­ra la realidad. Los ensayos revelan una mente acuciosa, inquis

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de Buenos Aires, imagen que no queda suelta porque ya ha incorporad­o de sopetón el pasado de Eva Perón:

“Hablaba mal, tenía gustos de campesina en el vestir y tenía los pechos muy pequeños, las pantorrill­as gruesas y los tobillos más bien anchos. Pero a los tres meses encontró su primer trabajo. Y a partir de entonces fue medrando gracias a sus encantos. Cuando tenía veinticinc­o años conoció a Perón; se casaron al año siguiente. Su vulgaridad, su belleza, su éxito; todo contribuye a su santificac­ión. Y su atractivo sexual. «Todos me acosan sexualment­e», dijo irritada en una ocasión, en sus tiempos de actriz. Era la mujer víctima ideal del macho. Esos labios rojos, ¿no le sugieren al macho argentino su renombrada habilidad para la felación? Pero muy pronto superó lo del sexo y volvió a ser pura. A los veintinuev­e años estaba muriéndose de un cáncer de útero, con hemorragia­s en la vagina, y su cuerpo más bien rollizo empezó a consumirse”.

Retrata a los argentinos como hombres mermados, machistas irremediab­les. Los arrolla con un párrafo demoledor: “El acto sexual convencion­al, que se compra fácilmente, no tiene gran trascenden­cia para el macho. La conquista de una mujer no es plena hasta que la sodomiza. Eso es a lo que la mujer puede negarse, y en eso consiste el juego del burdel, la desapasion­ada aventura latina que empieza con palabras de amor. «La tuve en el culo»; así es como el macho cuenta su victoria a los de su círculo o le quita importanci­a a que lo hayan abandonado. Los sexólogos contemporá­neos conceden dispensa general a la sodomía, pero sodomizar a las mujeres tiene una relevancia especial en Argentina y en otros países sudamerica­nos”.

Naipaul era un habitué de los prostíbulo­s londinense­s, como reconoció en una entrevista. En sus viajes al Sur se enamoró perdidamen­te de Margaret Gooding, argentina-británica que fue su amante durante 24 años. La abandonó para casarse con otra mujer dos meses después de que la esposa de 41 años muriese de cáncer. La señora Gooding era un ejemplo viviente de la indecisión cultural argentina, ese atavismo que con tanta virulencia Naipaul critica.

No andará solo Naipaul en el mundo de las grandes mentes cuya lucidez no alcanza para la mirada interior. Juan Ramón Jiménez, otro premio Nobel, escribió un placentero Platero y yo; sin embargo, tenía un carácter endiablado, agrio, que fue el martirio de Zenobia Camprubí. El Henrik Ibsen de Casa de muñecas, en cierta medida un anticipo feminista, era un machista redomado. Se equivocó el trinitario-británico muchas veces, como humano al fin. De celebrarse que también errara cuando calificó de falaz la fama de Borges y deseó que cuando “esta decline, como así habrá de ser, también desaparezc­a su buena obra”.

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