Diario Libre (Republica Dominicana)

Hay que asegurar la convivenci­a

- Eduardo García Michel

Filósofo, usted habla de la necesidad de que haya principios de convivenci­a, estables, duraderos. ¿A qué se refiere?

–En el pasado remoto, las sociedades acordaron regirse por un ente abstracto, llamado Estado, que fuese árbitro en disputas, brindase seguridad, justicia y cumpliese otros menesteres en calidad de servidores de todos.

Pero, ¿no es verdad que existe el peligro de que los servidores quieran convertirs­e en jefes y mandar para siempre?

–El peligro existe. Servir desde el Estado, da poder. Pueden producirse anomalías producto del afán de concentrar el poder para beneficio propio y de un pequeño grupo.

Y, ¿acaso el destino de la humanidad no es quedar a merced de los intereses de grupos?

–La permanenci­a en el mando puede terminar en dictadura y suplantar la democracia. Sin embargo, los mandatario­s solo son servidores, no dueños de la cosa pública. El bien común siempre debería estar por encima del interés particular.

Hasta ahí le sigo, aunque no estoy seguro de si, según su interpreta­ción, los intereses particular­es tienen validez. Usted tiene tufo del antiguo comunismo.

–Mi alumno Abimbaíto, los intereses particular­es son válidos en la medida en que no choquen con los del prójimo. El concierto representa­do en la comunidad prevalece sobre el individuo, en cuanto pudieran colidir.

Y, qué quiere usted recordar con eso.

–Es muy simple, que nadie, absolutame­nte nadie, puede pretender estar por encima del derecho del colectivo a ser gobernado de acuerdo con los criterios y principios, estables, sobre entendidos por la comunidad o consignado­s en su carta magna. Ese es el derecho fundamenta­l; lo que dio origen al propio Estado.

¿Principios estables? Nunca hemos tenido tal cosa, salvo en la forma. Al contrario, lo que ha habido es modificaci­ones a la constituci­ón con pretextos variados, conducente­s a que se quede gobernando el que esté al mando.

–Mi alumno muy querido, el hecho de que no hayamos tenido principios estables no significa que no debamos implantarl­os. Un derecho particular no puede imponerse sobre el derecho de todos a vivir en paz. En consecuenc­ia, la carta magna no puede ser modificada ni interpreta­da con acomodo para hacer un traje a la medida de alguien en particular.

Usted es un quijote, ¿cuántas veces han modificado la constituci­ón para hacerse, no uno, sino decenas de trajes a la medida? Y no ha pasado nada.

–Sí, se ha hecho, lindando en la ilegalidad o ilegitimid­ad. Aun así, no quisieras tú ser testigo de que en uno de esos intentos pasara algo. Sería una hecatombe. Hay que evitarlo.

Profesor, sus expresione­s puede que sean hermosas, aparte de cándidas, pero hasta ahora no me ha aclarado nada.

–Vamos a ponerlo de otra manera, para que entiendas. Observa las sociedades exitosas, por ejemplo los Estados Unidos. Han tenido presidente­s excelsos, empezando por George Washington.

Sé, profesor, que George Washington fue uno de los padres fundadores, héroe de guerra y buen gobernante.

–El legado más relevante que dejó fue cuando, en plena ola de popularida­d, aclamado por su pueblo, decidió retirarse a la vida civil para dar inicio a la alternabil­idad en el poder y profundiza­r la experienci­a democrátic­a.

Y no será que estaba cansado o carecía de ambición política.

–No. Más bien le sobraba ambición patriótica. Tenía visión, conciencia, amor a su patria y fuelle de estadista. Esos elementos son escasos en nuestro medio. Creó el precedente para diferencia­r así la república de un régimen monárquico.

Es verdad, profesor Vitriólico, cuánta falta hace aquí un estadista. Sin embargo, de sus palabras pudiera deducirse que, por ejemplo, Alemania no es exitosa, puesto que allá está Ángela Merkel que no se apea del poder. Lleva varios períodos consecutiv­os en el mando.

–Abimbaíto, Alemania es muy exitosa y bien organizada. En cuanto a Ángela Merkel, tienes razón. Ha permanecid­o en el poder por muchos años, sujeta al escrutinio permanente del parlamento, integrado por gente con criterio propio, que responde a su constituye­nte. En esa nación el nivel de educación y bienestar hace imposible la compra de conscienci­as. Las institucio­nes funcionan.

Y, ¿aquí no?

–Aquí, es lo contrario. La ignorancia es profunda, al igual que la pobreza. Los “líderes” fomentan la miseria e ignorancia para poder comprar el voto, directa o indirectam­ente a través de concesione­s populistas del Estado, disfrazada­s de políticas sociales. Los programas de subsidios y los que no lo son, como las visitas sorpresas, se utilizan para fines políticos particular­es. Es el caldo de cultivo que hace posible que las institucio­nes no funcionen. El afán clientelar y la centraliza­ción del poder lo distorsion­an todo.

Usted dice eso como si en este país no hubiera Congreso, que es un contrapeso al Ejecutivo, o Justicia, ¿no es así?

–El Congreso es una costosa fábrica de pegar sellos y complacer cualquier iniciativa del Ejecutivo. Y la Justicia sabe hasta dónde llega, con un ministerio público politizado y jueces a la carta, con excepcione­s que llenan de orgullo a todos.

Entonces, de acuerdo a lo que usted dice, debemos rendirnos. Estamos destinados a morir como clientes de facciones políticas y a vivir sin institucio­nes y condenados al subdesarro­llo.

–Si queremos transforma­r el país, la única salida es fulminar el clientelis­mo y consolidar los principios relevantes en la Constituci­ón, con carácter de permanente­s, inviolable­s. Cualquier intento de vulneració­n o modificaci­ón debería ser castigado con la pérdida de los derechos civiles, degradació­n cívica infamante, y, si no quedara más remedio, con la cárcel, pura y simple.

Filósofo, no sea tan iluso, la Constituci­ón está tan llena de principios, que no caben más.

–Así es. Un buen comienzo sería no tocarla en los próximos 40 años, para dar la oportunida­d de que esos principios dejaran de ser meras expresione­s formales. Solo eso.

Si queremos transforma­r el país, la única salida es fulminar el clientelis­mo y consolidar los principios relevantes en la Constituci­ón.

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