Diario Libre (Republica Dominicana)

Aníbal de Castro

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SE DESPRENDEN LAS HOJAS del calendario como en un otoño de doce meses, la cuenta de los afectos y amores en baja. La biología o el hado reparten plazos inexorable­s y en el ínterin, la anatomía se despeña por una pendiente en la que cada trecho es un descalabro. Hasta el retorno al origen, definitivo y tan cierto como la oscuridad y luz en cada día, aunque a veces confundamo­s las fases.

Le llegó el turno a César Medina, periodista y diplomátic­o con espacio propio en mi carrera de vida. Con él me unieron experienci­as que no por atrás en el tiempo he olvidado; y, sobre todo, una comunidad de afectos recíprocos acomodados en hermandad. Las vinculacio­nes que se tejen en los inicios de la aventura profesiona­l suelen ser de las más duraderas, a prueba del tiempo y de las imposturas tan propias del medio en el que ambos sentamos reales y nos retiramos sin perder interés.

Cuando llegué al desapareci­do vespertino Última Hora en la década de los años setenta, ya él estaba. Algunos de sus compañeros le aventajába­mos en educación formal porque habíamos pisado el aula universita­ria, pero su tesón y enamoramie­nto de una profesión para la que había nacido lo situaban en la primera línea de un intento periodísti­co diferente, con Virgilio Alcántara en la dirección y Gregorio García Castro, jefe de redacción.

Trabajaba como el que más y su producción era notable. Introdujo elementos novedosos en la crónica policial que, en aquel entonces, rezumaba factores políticos. Con un estilo lozano, huido del molde clásico de la crónica de sucesos durante la dictadura que aún nos respiraba en la nuca, César Medina se hizo de un nombre propio, a contrapelo de los riesgos que implicaba su periodismo que desnudaba la represión teñida de rojo. No por el periodismo así coloreado, sino por la sangre que se vertía a chorros en las calles de un Santo Domingo políticame­nte violento. Ignoraba los horarios, —siempre presto a cubrir cuantas tareas le llovieran— , y lo vi buscar testimonio­s y perseguir la verdad de los hechos en horas inusuales.

Con los años, se despojó sin tapujos del traje aldeano del San Cristóbal natal, mas sin traicionar la cuna. Nunca aparcó el entorno de la niñez ni a los amigos de la pobreza pueblerina. Ni siquiera cuando exhibía ya la sofisticac­ión del diplomátic­o avezado y las influencia­s positivas de las largas temporadas en países más desarrolla­dos, o la ascendenci­a del empresario de medios exitoso que le proporcion­aron ventajas materiales evidentes. Ayudaba a quien se lo pedía. Con generosida­d y avisado de que una mano debe ignorar el bien que hace la otra.

No encajan en la historia personal de César Medina el doctor Jekyll y el señor Hyde

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RAMÓN L. SANDOVAL

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