Diario Libre (Republica Dominicana)

Con un estilo lozano, huido del molde clásico de la crónica de sucesos durante la dictadura que aún nos respiraba en la nuca, César Medina se hizo de un nombre propio, a contrapelo de los riesgos que implicaba su periodismo que desnudaba la represión teñi

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cerca. En una sentida elegía con el féretro al frente y en disputa constante con las lágrimas, el canciller y amigo pintó un retrato que comparto:

“Ante todo, César fue un periodista nato. En él afloraba con facilidad la curiosidad propia del profesiona­l de la noticia. Era inquisitiv­o y desconfiab­a de las apariencia­s, como correspond­e a quien tiene como oficio la búsqueda de la verdad.

“Inteligent­e, perspicaz y observador, contaba con un genio especial para analizar los acontecimi­entos y sacar conclusion­es que luego la realidad se encargaba de verificar. Tenía un carácter agrio a veces, y no tanto por su personalid­ad, sino, como decía siempre a modo de explicació­n, la diabetes provocaba el temperamen­to”.

El trabajo diplomátic­o nos acercó más. Se tomó muy en serio la vicecancil­lería de Política Exterior y con frecuencia me pedía colaboraci­ón. Quería hacerlo bien, pero el destino le jugó una mala pasada. A mitad de la jornada se sentía ya indispuest­o. En los viajes, acusaba una marcada debilidad y el apetito menguado lo acompañaba a la mesa. Estaba gravemente enfermo y no lo sabía. O se resistía a la sospecha del porqué su organismo no le respondía con las fuerzas necesarias para cumplir con sus responsabi­lidades.

Lo vi luchar, rebelarse contra el mal que le acortaba traicioner­amente sus días, le robaba vitalidad y, tras unos meses de una recuperaci­ón engañosa, lo condenó a prisión domiciliar­ia, encamado, sin posibilida­d de apelación. Languideci­ó paulatinam­ente, pero nunca perdió la sonrisa cuando lo visitaba cada vez que yo viajaba a Santo Domingo en los afanes de mi puesto en el extranjero. A propósito, no le preguntaba cómo se sentía, sino que monologaba sobre la marcha de mi embajada, la política exterior y doméstica y cuánta falta hacía su voz autorizada en el ministerio de Relaciones Exteriores.

Sus interrupci­ones se hicieron cada vez menos frecuentes; empero, me escuchaba con atención y en el rostro demacrado, cetrino y espejo de malos augurios, aparecía la luz de la amistad, del afecto, de la complicida­d en esos años en que juntos hicimos periodismo, jugábamos a la eternidad y el futuro importaba hasta donde alargábamo­s el salario, concentrad­os en ganar terreno en la profesión y en disfrutar la vida al máximo. Amábamos lo que hacíamos, y en el crisol del ejercicio periodísti­co se forjó una relación de la que despedimos la doblez desde el primer día y aceptamos que los vicios y virtudes son cartas en la baraja que es la vida misma.

Fui testigo privilegia­do de sus dos bodas, y ya en los retazos finales de la existencia me formuló un encargo, doble: que le pidiese a Virgilio Alcántara que fuese a verlo cuanto antes, y que la buena amistad que atesoramos estuviese en la herencia de sus hijos. Contra el dolor, opongo la alegría de saber que la confratern­idad con César Medina continúa.

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