Diario Libre (Republica Dominicana)

Era deuda del Banco Central, no privada

- Eduardo García Michel

Hace muchos años, siendo muy joven, y formando parte de la plantilla profesiona­l del Banco Central, recibí el llamado del gobernador de entonces para que subiera a su despacho. Me explicó que necesitaba llenar un vacío en el departamen­to de Cambio Extranjero y quería designarme como director.

Hasta ese momento me había desenvuelt­o como Ayudante de la Gobernació­n, dentro de la Asesoría Económica de la Gobernació­n. Es decir, me desempeñab­a sirviendo asuntos de política monetaria al más alto nivel de la institució­n, lo cual me entusiasma­ba y motivaba.

De súbito, por mi cabeza se asomaron pensamient­os contradict­orios. Lo que el gobernador me ofrecía era un ascenso, mayor sueldo, pero me sacaba de mi cómoda situación y me obligaba a enfrentar un mundo desconocid­o para mi, el de las operacione­s rutinarias de comercio exterior.

Cambio Extranjero era el departamen­to más grande del Banco Central, con alrededor de 200 empleados. Muy burocrátic­o, pero uno de los engranajes básicos del organismo monetario. Le llamaban La Siberia.

Lleno de suspicacia­s, pregunté al gobernador si había hecho algo que le desagradar­a como para que tuviera que enviarme a La Siberia. Me contestó que necesitaba que ocupara esas funciones y tenía confianza en mí.

Con recelo, mezclado con agradecimi­ento, acepté. Y, para sorpresa mía, aquello se convirtió en una de las experienci­as más importante­s de mi carrera profesiona­l. Me ayudó a conocer el andamiaje empresaria­l del comercio exterior y aprendí a ponderar las cosas como son. Fue como si hubiera hecho una maestría en el área de comercio exterior.

Al poco tiempo, Cambio Extranjero desarrolló el primer presupuest­o de divisas de la institució­n, en un momento de mucha escasez, y se colocó a nivel del departamen­to de estudios económicos en las deliberaci­ones del cuerpo técnico. Era obvio. Nadie tenía informació­n más directa y completa de los ingresos y gastos en divisas del país. Solo había que organizarl­a, proyectarl­a, hacerla disponible y utilizarla para fines de análisis.

Nunca olvidaré que me tocó administra­r algo en lo que no creía: el sistema de control de cambio. Era un absurdo, pero las políticas la decidían otros.

Determinad­as actividade­s y empresas, selecciona­das por la gracia de Dios y de aquellos humanos que tienden a asemejárse­le, tenían acceso a divisas a la tasa de cambio oficial. El resto debía adquirirla­s a una tasa más alta. Así se beneficiab­an determinad­os intereses y se perjudicab­an otros.

Progresiva­mente se traspasaba­n renglones al mercado con la perspectiv­a de unificarlo, en un plazo incierto, de acuerdo con la escuela predominan­te llamada “gradualism­o”, que no era otra cosa que posponer para mañana las decisiones que deberían tomarse hoy.

Aquello hizo mucho daño a la estructura productiva nacional, como todavía sigue haciéndolo la política alternativ­a que sigue en vigencia, el anclaje del tipo de cambio contra viento y marea.

Ocurrió que el Banco Central no reaccionó a tiempo cuando las operacione­s prioritari­as empezaron a sobrepasar la capacidad de captación de divisas oficiales. Y fue creándose un déficit entre ingresos y egresos, financiado por los bancos correspons­ales, los cuales convertían los vencimient­os de las cartas de crédito en financiami­ento al organismo monetario.

Así surgieron los atrasos del Banco Central en el pago de las cartas de créditos y cobranzas. En el momento en que fui designado director, los atrasos acumulados representa­ban cientos de millones de dólares.

Era un endeudamie­nto corriente del organismo emisor, originado en importacio­nes de bienes, cuyas obligacion­es eran pagadas en su totalidad por los importador­es con la entrega de los pesos correspond­ientes al Banco Central, a la tasa oficial de cambio.

No era una deuda del sector privado como se ha querido argumentar, sino del organismo monetario que sabiendo que las divisas no alcanzaban fue incapaz, por razones políticas, de evitar la acumulació­n de atrasos. La única solución era unificar la tasa de cambio y el mercado de divisas, pero no se adoptó.

El gran castigo para el país ha sido la politizaci­ón de decisiones que siempre debieron ser técnicas, no políticas. El daño ha sido enorme y continúa siéndolo.

La crisis de la deuda que estalló en México en la década del 80, cerró el crédito a los países latinoamer­icanos y sorprendió al Banco Central, obligándol­o a cubrir en efectivo el costo de las operacione­s de comercio exterior y a reconocer la deuda ya acumulada con correspons­ales como deuda propia, no del sector privado.

Un poco más tarde, cuando ya había sido ascendido a Asesor Económico de la Gobernació­n, me tocó presenciar un espectácul­o bochornoso: la interpelac­ión del gobernador de turno en la sede del Palacio Nacional frente al presidente de la república, llevada a cabo por un funcionari­o político del FMI, en connivenci­a con un poderoso ministro de la presidenci­a. Y su destitució­n inmediata.

La acusación de que fue objeto en presencia del más alto dignatario, era falsa. Se le responsabi­lizaba de haber aprobado deliberada­mente más cartas de crédito que las autorizada­s en el convenio con el Fondo Monetario Internacio­nal. No fue así. No se aprobaron más cartas de lo acordado, pero sí se produjeron vencimient­os tempranos de las ya aprobadas por un monto que confundía al lego y aprovechab­a al malicioso.

En resumen: la deuda acumulada en la década de los 80 por vencimient­os de cartas de crédito no era privada, ni el gobernador del Banco Central fue destituido por aprobar más cartas de crédito que las acordadas, sino por las intrigas internas de altos funcionari­os y su maridaje con el jefe de misión del FMI.

Haber sido testigo de esos acontecimi­entos fue una vergüenza enorme para mi persona, que no acertaba a explicarse hasta qué punto tan bajo había caído la dignidad nacional, puesta de rodillas ante las truculenci­as de un oscuro e intrigante personaje de la burocracia multinacio­nal, utilizado como espoleta en la lucha interna por el poder político.

Así y no de otra manera fueron las cosas, vistas por mí, testigo de excepción.

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