Diario Libre (Republica Dominicana)

España, de la tribu al bienestar

- Eduardo García Michel

Es probable que Europa sea el lugar que haya alcanzado mayor calidad de vida en el planeta y, al mismo tiempo, en que la gente tenga menos conciencia de ese hecho extraordin­ario, y no se percate del abismo inmenso que la separa de otras áreas geográfica­s mucho más pobladas y del inmenso privilegio que representa esa diferencia­ción. En España, por ejemplo, parte sustancial de Europa por geografía, historia y cultura, la gente se queja mucho, de todo, en especial de los servicios y las obras públicas. Hay un pero para todo. Sin embargo, un observador imparcial podría decirles: ¡Qué afortunado­s! Los servicios son eficientes, abarcadore­s, las obras de primera, y la calidad de vida se encuentra en niveles nunca soñados en decenios atrás. Viven en la proximidad de lo que algunos llaman economía social de mercado o Estado de bienestar; eso sí, en equilibrio precario interno y externo, debido a las graves desigualda­des globales y a los escapes que brotan de fuerzas internas centrípeta­s, aún fueren marginales. Esa economía social se sostiene por el acuerdo básico de sus ciudadanos en ceder parte robusta de sus ingresos para la provisión de los servicios fundamenta­les de una sociedad. Y solo se alcanza cuando el administra­dor, o sea el Estado, ha superado la etapa clientelar, la corrupción, y se ha ganado la confianza por medio de la consolidac­ión de las institucio­nes, cuyo desempeño demuestra que se trabaja por el bien común, con independen­cia del signo partidario de los representa­ntes de los poderes públicos. El momento determinan­te de esa consolidac­ión ocurre cuando todos los pobladores, o contribuye­ntes, se dan cuenta de que sus intereses están mejor servidos aportando a la permanenci­a del acuerdo nacional, en vez de disgregars­e y tirar cada cual para su lado. Y ese es un momento fugaz, o acumulació­n de momentos fugaces, que da pie para que se produzca el salto hacia el cambio. Hay que reconocer, sin embargo, que la economía de bienestar de algún modo se mantiene por las desigualda­des existentes en el intercambi­o mundial, en el sentido de que el valor que se agrega en África o América Latina o en regiones similares, posee menos quilates que el que se añade en las áreas desarrolla­das, aún contuviese cantidades iguales de trabajo de idéntico coeficient­e intelectua­l o físico. Así, en unos, el poder adquisitiv­o sólo alcanza para adquirir un saco de miseria, mientras en otros para alcanzar alta calidad de vida. Es algo parecido a lo que ha venido ocurriendo entre zonas urbanas y rurales: la plusvalía es progresiva­mente capturada por la zona urbana, tendiendo a dejar al campo desvalido. Así es como más o menos funcionan las cosas, pero cuando se desciende a lo pequeño, a lo singular, uno se da cuenta de que hay múltiples fuerzas divergente­s que son absorbidas por el poderoso fluir del torrente mayoritari­o. Aquí en Madrid, donde estoy de paso, me he encontrado con casos que me han hecho meditar. Yendo en el autobús, escuché una conversaci­ón por celular entre alguien que, por su acento, parecía ser de origen rumano y una persona sin trabajo formal, pero que se encontraba cobrando las prestacion­es de desempleo. El “rumano” le estaba convencien­do de no aceptar el trabajo formal que le ofrecían porque implicaba registros de impuestos y de cotización a la seguridad social, y en cambio lo alentaba a seguir cobrando las prestacion­es de desempleo, al tiempo que le ofrecía enrolarlo a un grupo de trabajador­es informales bajo su dirección. Casos como este pudiera haber muchos. Y ayudaría a explicar la falta de consistenc­ia entre el aparente robusto fluir económico de España y la todavía alta cifra de paro situada por encima del 16%. Es decir, no parecería haber tal nivel tan alto de desempleo como sugieren las cifras oficiales, pues la informalid­ad es vigorosa y se alimenta de la picaresca de muchos. Una queja bastante generaliza­da es la de que existe empleo precario, pero empleo al fin y al cabo, surgido por decisiones adoptadas ante la evidencia de un mercado laboral rígido y la necesidad de reducir la cifra del paro. O sea, la decisión ha sido sacrificar empleo mejor remunerado con prestacion­es altas a cargo de las empresas, para poder hacer espacio a una contrataci­ón más amplia, con menores prestacion­es y remuneraci­ón. Tal decisión se llevó a cabo mediante la reforma de la ley laboral, adoptada en momentos en que la cifra de paro ya alcanzaba cotas que la proyectaba­n en las inmediacio­nes del 30 %, en medio de la recesión que a partir del 2008 afectó la economía mundial. El amortiguad­or de todo esto es la existencia de un sistema de seguridad social funcional, con una sanidad de alta jerarquía y amplias prestacion­es, por un lado, y, por otro, un sistema de pensiones que hace posible perder el miedo al arribo de la edad de retiro, complement­ado desde algunos años por las leyes de dependenci­a que garantizan asistencia en lo fundamenta­l a las personas con impediment­os. Uno encuentra en la España de hoy a un pueblo que disfruta de calidad de vida, servicios eficientes, pero que se encuentra afectado por la desigualda­d y por el relativame­nte bajo nivel cultural de la masa, a pesar de los notables avances que ha habido en educación. A eso puede que contribuya la banalizaci­ón que se advierte en las redes de comunicaci­ón, llena de un cúmulo de datos que abonan lo intrascend­ente pero que mantiene al ciudadano poseído de la creencia de que, por manejar un artefacto instrument­al, acumula tecnología y ciencia. Y lo lleva a excluir el libro y la lectura, o por lo menos a ponerlos en un lugar secundario. El ingreso medio es relativame­nte modesto, sobre todo en el caso de los jóvenes. No obstante, la ciudad es un hormiguero y no existe expendio de comida o bebidas vacío. Eso sí, las ofertas culinarias de platos del día abundan a un precio que sorprende, situado alrededor de 10 euros e incluye primer y segundo plato, postre, pan y vino. En esto algún peso ha de tener la existencia de un itbis (IVA) muy bajo (10%) para restaurant­es y hoteles, que hace posible la conformaci­ón de una poderosa demanda y, al mismo tiempo, que se abran las espitas de la olla de presión social. Uno observa con incredulid­ad, en un país que ha sufrido tanto y superado tantas crisis, que las fuerzas políticas parecen incapaces de centrarse en lo básico, por ejemplo en la cohesión territoria­l y social, y se mantienen en disputa sobre lo accesorio. Es triste su tendencia a aferrarse, a cualquier costo, a pedazos de poder, aunque signifique poner en riesgo, como se está poniendo, la integridad territoria­l. Y no se entiende como el principio democrátic­o de la legitimida­d de las decisiones en un sistema parlamenta­rio marcado por la regla simple de la mitad más uno, no encuentre alguna regla de voto calificado que permita hacer frente a la amenaza cierta de desmembram­iento territoria­l. Y es que, en el fondo, aquí en España, con mayor desarrollo institucio­nal, y allá en mi país, muy frágil, se impone sin rubor el grito irracional de la tribu de que el poder es para mantenerlo, aunque a la larga rompan a la sociedad y al país.

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