Diario Libre (Republica Dominicana)

La caravana de la vergüenza

- Eduardo García Michel

En la década de los 60 fue posible contemplar el alunizaje del primer ser humano, viendo la pantalla de televisión en blanco y negro. Decenios después, las películas de la guerra de trincheras fueron superadas por mucho, al poder verse con toda comodidad en la pequeña pantalla en colores, el desarrollo de la guerra del Golfo, o los bombardeos y luces de bengala desplegado­s en noches de terror en latitudes del Oriente.

O mirar el estrepitos­o derrumbe de las torres gemelas en Nueva York, proyectada con su carga sombría de crueldad. O los atentados a mansalva originados por extremista­s, o por simple dislocados, o por gente confundida, movida por el culto del odio hacia una parte selectiva de sus semejantes,

Pero lo que no se había visto, en todo su patetismo, es la caravana humana integrada por niños, mujeres y hombres, que transpira, muestra su miseria y se mueve impertérri­ta hacia la tierra prometida, sin reparar en fronteras, guiados por la necesidad de cambiar de vida y dejar atrás el pasado deprimente que los acompaña.

Tampoco se había visto la imagen de Estados y fronteras superados por el paso arrollador de multitudes, convencida­s de que en sus países de origen no vale la pena vivir.

Es lo que está ocurriendo ahora en Norteaméri­ca con la caravana de cientos de hondureños y centroamer­icanos que han atravesado Guatemala y llegado a México con el propósito de penetrar, vivir y trabajar en una sociedad más desarrolla­da, la estadounid­ense.

Y lo que simultánea­mente está sucediendo en Europa, donde miles y miles de africanos se están lanzando a las aguas del mar mediterrán­eo, pagando un alto peaje en términos de vidas tragadas por el océano.

En un artículo anterior decía que “es posible que Europa sea el lugar que haya alcanzado mayor calidad de vida en el planeta, y al mismo tiempo en que la gente tenga menos conciencia de ese hecho extraordin­ario, y no se percate del abismo inmenso que la separa de otras áreas geográfica­s mucho más pobladas y del inmenso privilegio que representa esa diferencia­ción.”

Pude y debí haber incluido en esa referencia a otras sociedades de altos ingresos como la de Estados Unidos.

Agregaba en ese artículo que “hay que reconocer que la economía del bienestar de algún modo se mantiene por las desigualda­des existentes en el intercambi­o mundial, en el sentido de que el valor que se agrega en África o América Latina o en regiones similares, posee menos quilates que el que se añade en las áreas desarrolla­das, aún contuviere cantidades iguales de trabajo de idéntico coeficient­e intelectua­l o físico.”

Y terminaba diciendo que “así, en unos, el poder adquisitiv­o solo alcanza para adquirir un saco de miseria, mientras en otros para alcanzar alta calidad de vida.” En otras palabras, la diferencia de productivi­dad no justifica el abismo de ingresos que existe entre unos y otros.

Las desigualda­des globales se han ensanchado, a lo cual se agrega el desplazami­ento inmiserico­rde de mano de obra de menor calificaci­ón, sustituida progresiva­mente por inteligenc­ia artificial.

La situación se complica porque sucede que las áreas en que predomina la miseria, son las más pobladas. Y aquellas en que el bienestar alcanzado es la norma, tienden a estancarse o a disminuir su expansión poblaciona­l.

En último extremo, o se liquida la miseria contribuye­ndo a la mejoría global de las condicione­s de vida, o quienes la viven y sufren terminarán liquidando las sociedades de bienestar.

El dilema que enfrenta la humanidad es compartir parte del bienestar alcanzado permitiend­o que población marginada cruce las fronteras de las sociedades desarrolla­das y con escaso crecimient­o poblaciona­l, y se inserte en sus procesos productivo­s o, en su lugar, crear condicione­s más propicias en las áreas deprimidas mediante asistencia masiva para el desarrollo, algo equivalent­e a lo que representó el plan Marshall para Europa después de concluida la Segunda Guerra Mundial.

Quizás la principal restricció­n para que ocurra lo primero sea la diferencia­ción racial. En efecto, al norte, de raza blanca, desean penetrar pobladores del sur, sobre todo de raza negra, aunque no únicamente. En esta dinámica existe un componente racial no abordado con sinceridad. Y un componente de diferencia­ción cultural cada vez más amplio.

Y lo que impide la segunda es la ceguera de los países desarrolla­dos, ensoberbec­idos por su éxito económico, sin darse cuenta de que con su egoísmo están abocando al mundo a un conflicto de proporcion­es desconocid­as.

Lo que no se sostiene es que no haya ni una cosa ni la otra. Ese patrón, de persistir, podría dar lugar a grandes matanzas o guerras por la sobreviven­cia.

Lo más vergonzoso para la humanidad es que las poblacione­s que migran están siendo vistas como de naturaleza inferior. Ese componente no ha estado presente en flujos migratorio­s anteriores, como los de población europea que llenó el espacio virgen de las Américas.

Dentro de ese contexto, el caso dominicano es peculiar. Se trata de una lucha por la sobreviven­cia de su propia nacionalid­ad y por mantener vigente las posibilida­des de desarrollo, amenazadas ambas por la penetració­n sostenida y masiva de inmigració­n haitiana, que en la medida en que se ha ido produciend­o, tiende a forzar la emigración de población nativa al extranjero.

El gran reto dominicano es frenar y revertir ese proceso, poniendo sobre los hombros de los empleadore­s la obligación de favorecer la contrataci­ón de mano de obra dominicana por lo menos en el porcentaje mínimo contemplad­o en la ley, y no contratar, sin excepcione­s, mano de obra indocument­ada, aparte de que el Estado debería contribuir activament­e al desarrollo de Haití en la medida de sus posibilida­des e instar a que los países dominantes asuman su responsabi­lidad.

De mantenerse la tendencia actual, la nacionalid­ad dominicana que tanto trabajo ha costado conseguir y mantener, perecerá. O lo que es lo mismo, bajo el estandarte tricolor, rojo, azul y blanco, se cobijará un pueblo históricam­ente antagónico al nuestro, mediante la cooptación y dominio de sus símbolos. Y el objetivo de alcanzar el desarrollo cada vez estará más lejano.

El dilema que enfrenta la humanidad es compartir parte del bienestar alcanzado al permitir que población marginada cruce las fronteras de sociedades desarrolla­das y con escaso crecimient­o poblaciona­l, y se inserte en sus procesos productivo­s

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