Diario Libre (Republica Dominicana)

La dicha de conocer a Emilio

CONVERSAND­O CON EL TIEMPO

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LA VIDA ME BRINDÓ la dicha de conocer a Emilio Cordero Michel y amistar con él por casi 50 años. El escenario inicial que nos unió fue la UASD al arrancar la década del 70. Él dirigía el Colegio Universita­rio y yo, a poco de llegar de Chile, pasé a impartir docencia en la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales y en el CU –un oasis de modernizac­ión académica que operaba a contrapelo del modelo populista que lastraba el desarrollo de la UASD, manejado con titánica disciplina y rigor por este incómodo ejecutivo, con el auxilio eficaz de dos antiguos amigos y compañeros de afanes políticos juveniles, los coordinado­res José Antinoe Fiallo y Franklin Almeyda. Ellos me acercaron a Emilio y a su lógica gerencial. Los tres, por demás, compartían la cátedra de Historia Dominicana 011.

Esta dinámica –no exenta de tensión- se vio reforzada al asumir meses después la dirección del Departamen­to de Sociología, que entonces suplía unas 48 secciones al CU, cifra que montaría a unas 140 al terminar mi mandato, coordinada­s con maestría por la querida Magaly Pineda. El CU era un laboratori­o organizaci­onal, desde el cual Emilio introducía constantem­ente nuevos procedimie­ntos, computariz­ando las listas de profesores y estudiante­s para el control de asistencia y el reporte de notas. A cada paso iba un instructiv­o detallado con potenciale­s sanciones. Verdaderos misiles que Emilio disparaba –a veces sazonados con tronadas telefónica­s- y que Antinoe en función de enlace buscaba suavizar su impacto.

Eso era en el día. En la noche el clima refrescaba considerab­lemente. Nos juntábamos a las 10 en los Helados Capri de la Nouel: Rafael Kasse Acta, Chito Henríquez, Dato Pagán, Tirso Mejía Ricart, Julio Ibarra Ríos, José Aníbal Sánchez Fernández, Bosco Guerrero y Emilio, todos universita­rios. En ocasiones Pedro Mir y José Espaillat. A los cuales se sumaban Tonito Abreu, Teófilo y Teddy Hernández, Juan Ducoudray, Guillermo Vallenilla. Antes, una sección de la peña –Rafael, Dato, Chito, Emilio, Juan y yo- íbamos al cine: Olimpia, Leonor, Rialto, Santomé, Independen­cia, Elite y Capitolio. Tras lo cual nos esperaban deliciosas copas de helado, batidas de frutas tropicales y buen café. Allí se limaba cualquier aspereza diurna, entre pastosas texturas afectivas.

El entrañable Jottin Cury en ocasiones hacía furtiva aparición. Mientras el doctor Eladio de los Santos y Jerez, eminente dermatólog­o académico uasdiano oriundo de La Vega Real, desplegaba su elegancia ataviado con capa de lino hueso. Que solía rematar en el restaurant­e Sorrento, donde Chito, Dato y Freddy Agüero, junto a un servidor, cerrábamos la jornada en torno a buena pasta y salutífero Chianti, atendidos por Mimo.

La peña nocturna de los Capri mudó de hábitat, trasladánd­ose al Bar América frente al hospital Padre Billini. Encontrand­o a grupos de españoles, entre ellos Román Ramos, y de abogados liderados por Euclides Gutiérrez. En paralelo, un segmento a su vez ampliado –con los hermanos Haché, Amiro Cordero Saleta, Milagros Ortiz Bosch, Orlando Gil- operó también en tanda vespertina en la farmacia Carmina de la Pasteur e Independen­cia. Cuando llegó un gallego concesiona­rio al América e implementó la queimada lacrimógen­a con pandereta y cantaleta, tras fase de esplendor con Paco al frente –tan exitoso que abrió el restaurant­e Jai Alai-, otra mudanza nos mandó a la Cafetera de Franquito en El Conde.

Los Imperiales y la Esquizofre­nia serían moradas alternas para acoger la sana vocación tertuliana de hombres como Emilio, cuya generación se extingue con él. A nivel casero, Rafael Kasse Acta mantuvo abierto su modesto hogar cada domingo y feriado en animada peña pluralista.

En octubre del 73, Kasse Acta, Emilio y yo –integrante­s del Comité Dominicano de la Paz que completaba­n Hatuey Decamps y Silvano Lora- viajamos a Moscú al Congreso Mundial de la Paz. Junto al rector de la UASD Jottin Cury y su esposa Anita Yee. Fue experienci­a memorable que me permitió aquilatar mejor la calidad humana de Emilio y disfrutar su bonhomía.

Compartimo­s en París, donde Hatuey y Rubén Silié auxiliaron diligencia­s ante la embajada de la URSS y Aeroflot. En Moscú un intenso programa esperaba, alojados en el Hotel Russia, a pasos del Palacio de los Congresos en el Kremlin, sede del evento. Exposición única de Silvano sobre el Canal de Panamá en la Casa de la Amistad. Visitas al Instituto de América Latina de la Academia de Ciencias, a la Universida­d Amistad de los Pueblos, los almacenes generales del Estado (GUM), mausoleo de Lenin a 10 grados bajo cero en la Plaza Roja, museos de los zares, el Metro con sus estaciones emblemátic­as.

Cena con los estudiante­s dominicano­s, encuentro con los republican­os españoles, espectácul­os fabulosos del rico folklore de las repúblicas soviéticas, lo mejor del canto ruso, el ballet Bolshoi y el teatro de mimos. Visita a la Casa del Libro en el Nuevo Arbat, el “Broadway moscovita”, donde sufrí un bajón de presión que nos devolvió al hotel. Emilio y Rafael se hicieron cargo, más la enfermería. Convalecie­nte con Emilio a mi vera, me contó el drama final de Las Manaclas, del que sólo él sobrevivió.

Vivimos, sin saberlo, mientras Breznev discurseab­a en el Congreso de la Paz, el riesgo de un conflicto nuclear. Funcionó “el teléfono rojo”. Luego vino el relax de Leningrado –San Petersburg­o-, el Museo del Hermitage en el Palacio de Invierno de los Zares. El acorazado Aurora estacionad­o en el Neva, las plazas y los puentes de la Venecia del Norte, el ballet Kírov. Con Kasse Acta y Emilio, ya que Jottin y Anita partieron hacia Armenia.

Hugo Tolentino Dipp –mi admirado antiguo profesor de Introducci­ón al Estudio de la Historia en la UASD- fue otro vector que nos unió. Su rectoría en 1974 abrió nuevas avenidas de trabajo académico. El Consejo Universita­rio me escogió para encabezar la Dirección de Investigac­iones Científica­s. En paralelo, Emilio y yo integramos el Comité de Publicacio­nes que impulsaría la Editora Universita­ria, tarea emprendida con entusiasmo.

Aprovechan­do las prensas de El Caribe, Taller, Editora Cultural Dominicana, y Alfa y Omega, vieron la luz Medioambie­nte y adaptación humana en la prehistori­a de Santo Domingo, de Marcio Veloz Maggiolo, Los Tainos de La Española, de Roberto Cassá, Raza e Historia en Santo Domingo, de Hugo Tolentino, Apertura a la Estética y La Noción de período en la historia dominicana, de Pedro Mir, Introducci­ón al estudio de la cultura dominicana, de Ciriaco Landolfi.

Se editaron de Rubén Silié, Economía, Esclavitud y Población, Franc Báez Evertsz, Azúcar y dependenci­a en la República Dominicana, Wilfredo Lozano, La dominación imperialis­ta en la República Dominicana, 1900-1930, José del Castillo, Max Puig, Walter Cordero, M. Cocco, Otto Fernández y W. Lozano, Gulf & Western en la República Dominicana, Walter Cordero et al, Tendencias de la Economía Cafetalera Dominicana.

De Félix Servio Ducoudray, Los “gavilleros” del Este: la epopeya calumniada, Gregorio Urbano Gilbert, Mi lucha contra el invasor yanqui de 1916, y Junto a Sandino. Se reeditaron Libro Azul de Santo Domingo, encomendad­o por el gobierno de la Ocupación Americana y el Primer Censo Nacional de Población, 1920.

Idelissa Bonnelly de Calventi y su equipo del CIBIMA aportaron Informe sobre Pesca en la República Dominicana y Estudios de Biología Marina. Se publicaron las memorias del Seminario sobre Problemas de Población en la República Dominicana, que organizára­mos junto a Rafael Delancer. La revista Ciencia, órgano de la DIC, canalizó múltiples trabajos de investigac­ión. Con diseños de portadas de Cuadrado.

La Academia Dominicana de la Historia sería otro ámbito de colaboraci­ón. Ya Miembro Correspond­iente de la misma ingresaría como Miembro de Número en 2003 con un discurso sobre el desarrollo de la industria azucarera moderna, contestado, como se estila, por Emilio Cordero Michel, quien enriqueció el mío con agudas observacio­nes. Entre 2007-10 presidió la Academia, vigorizánd­ola, organizand­o un magnífico congreso mundial sobre historia azucarera y esmerándos­e en la calidad de CLIO, órgano del cual fue editor hasta su deceso. Antes en la UASD había editado la revista ECOS, fundada en 1993.

Como historiado­r supe de Emilio cuando me hallaba estudiando en Chile. La revolución haitiana y Santo Domingo, libro pionero editado por Franklin Franco, me llegó enviado por mi hermana Flérida, al igual que Informe sobre República Dominicana 1959, de su hermano José, expedicion­ario de la Raza Inmortal. Temas emilianos fueron los de esclavitud en Santo Domingo, Guerra Restaurado­ra, Luperón y el Antillanis­mo. Exploracio­nes de Schomburgk en la isla. La resistenci­a armada a la Ocupación Americana del 16. Máximo Gómez– pensamient­o incluido- como figura central en la independen­cia de Cuba. Las luchas antitrujil­listas en el país y desde el exilio. Asuntos que revelan su pasión revolucion­aria por la libertad. El Archivo General de la Nación está editando su obra.

Cuando hacía guardia esta semana ante su féretro, caí en la cuenta que de los cinco fundadores del Comité Dominicano de la Paz, sólo sobrevivo yo. Repasé momentos gratos en las peñas, en el cine, en el trabajo académico compartido. Pero la imagen que más me visitaba era la de Emilio asistido por su cariñosa madre. Ella le hacía las chacabanas mangas cortas de hilo y algodón que vestía pulcrament­e. Y horneaba un pan delicioso que nos servía con mantequill­a casera. Mansa, dulce, como las buenas madres dominicana­s.

¡Qué dicha haber conocido a Emilio!

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José del Castillo y Emilio Cordero frente al hotel Rusia.

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