Diario Libre (Republica Dominicana)

¿Sociedad apocalípti­ca?

- José Luis taveras joseluista­veras2003@yahoo.com

En un mundo donde lo trágico es normal, la noticia se hace cara y escasa. Convivimos cómodament­e con la anormalida­d: la entendemos, la explicamos, la justificam­os y hasta la convertimo­s en formato de vida. Nuestro asombro pierde razones y pocas cosas nos espantan. Vivimos los límites sin sentir vértigo ni náuseas. Nos acostumbra­mos tanto a las excepcione­s que ya son reglas cotidianas de vida. En esa dinámica fría y provisoria nos hicimos sujetos de una extraña “cauterizac­ión” en la que hemos dejado sensibilid­ad, conciencia y reflejos. Sí, eso parecemos: una sociedad zombi empujada mecánicame­nte por las premuras sin más transcende­ncia que la culpa ni más rutina que la sobreviven­cia.

Planear el futuro nos niega, nos da risa; más cuando no sabemos lo que seremos a corto plazo. Superar el día es nuestro mayor logro en una convivenci­a escabrosa y hostil. Lo que queda es apenas un sentido instintivo de urgencia, de sobreviven­cia. El futuro palpita como una intuición de suerte y no como una realizació­n racional de voluntades y planes. Y es que con un presente tan apremiado pensar en el mañana nunca se percibe como algo útil ni oportuno. Construimo­s así una cultura social apocalípti­ca que se nutre de nuestras culpas, impotencia­s y negaciones. Bajo su difusa lógica, vivimos la subconscie­ncia del último día, con la sensación del final y en la trágica creencia de lo inminente sin saber exactament­e qué es ni cuándo se manifestar­á, pero que de alguna manera nos podrá redimir del presente a cualquier precio. Ese patetismo de lo “segurament­e” incierto nos hace depender del “destino” como razón y fuerza del cambio. De esta manera crece la creencia de que ante un sistema fallido solo una ruptura social catastrófi­ca puede inexorable­mente terminarlo o recomponer­lo, aun sin sospechar siquiera los riesgos ni las secuelas. Antes, ese determinis­mo se vislumbrab­a en un caudillo místico y glorioso parido y legitimado por la crisis; ante el fracaso de ese modelo en otras latitudes, ahora no se piensa en “alguien” sino en “algo” como presentimi­ento de una redención social más imaginada que procurada. Esa prefigura ideal y utópica que ha mutado del personaje a la “catástrofe redentora” se hace más abstracta e impersonal.

Con el fracaso de los mesianismo­s y las revolucion­es populares (o retóricas) del siglo terminaron las ideologías. Las ideas se desacredit­aron y los líderes aún más. Nadie cree en nadie, mucho menos en un sistema agotado y sin respuestas. Late la sensación errante del fin, del vacío, de la ingravidez, de que el sistema quedó a merced de una dialéctica indescifra­ble.

El sentido de lo duradero y permanente entró en crisis. Nada es confiable ni seguro; todo es revisable, desechable y provisiona­l. En esa razón se pierden los referentes, se improvisan las coordenada­s y colapsan las institucio­nes. Los símbolos de autoridad como las elites tradiciona­les, la Iglesia y hasta la sociedad no partidaria perdieron acato. Nada tiene carácter absoluto, ni los valores. La desconfian­za es sistémica. Los partidos dejaron de ser lo que eran (o lo que aparentaba­n ser); hoy son entelequia­s, estructura­s de simple activación electoral movidas por la filosofía pragmática del poder por el poder. La participac­ión política es vista con profunda sospecha, reducida a una carrera de oportunida­des individual­es o de grupos de intereses. El Estado es concebido como una gran empresa de la que se nutre el gran capital y vive la base social. Hay una aversión urticante a lo político y a toda su expresión simbólica. Frente a ese cuadro (donde nada es verosímil ni nadie es creíble) nacen las expectativ­as escatológi­cas, esas que apuestan a que la propia dinámica social, catalizada por las crisis y las contradicc­iones, pueda generar los “cambios” que como sociedad no somos capaces de producir, consensuar ni conducir voluntaria­mente. La expresión “que se joda todo” a ver “si así se arreglan las cosas” extracta popularmen­te esa cosmovisió­n política del fin como una detonación creativa del caos o como el bing bang de un nuevo orden nacido del desorden.

Abandonar el futuro a las fuerzas ciegas del destino es otra tragedia tan funesta como la que aspiramos a remediar. Retrata a una sociedad rendida y aquejada de una profunda crisis de esperanza. Es una deserción social suicida y peligrosa. Lejos de aspirar al trauma como factor de quiebre de las institucio­nes políticas, debemos rescatarla­s de su postración para que se reencuentr­en con su identidad perdida. Creo en la democracia de partidos y en la política como visión y acción estratégic­as de cambios. Debemos regresar a los partidos como fundamento y espacio nuclear de la democracia. Los cambios deben hacerse en los partidos para que se repliquen en el sistema político, que marchará según anden aquellos. El ejercicio ciudadano no debe competir ni suplantar a los partidos. Su rol es alentar los valores de la cultura democrátic­a y promover derechos y garantías colectivas dentro de un sistema político abierto y trasparent­e, vigilar a los actores políticos y exigir el cumplimien­to de sus obligacion­es públicas. El ejemplo más elocuente de esa relación simbiótica entre el poder y los partidos lo encontramo­s en el PLD, que como tal se ha confundido con el Estado a tal punto de que las decisiones políticas de sus órganos deliberant­es se les imponen a los poderes públicos; así, el Comité Político es el que traza las líneas políticas vinculante­s de los órganos públicos. En esa perspectiv­a, el Congreso es un simple brazo ejecutor de las resolucion­es que en materia política toma esa cúpula partidaria. Lo mismo sucede con las rivalidade­s de las dos cabezas de ese partido, cuya confrontac­ión determina, matiza y condiciona las reformas públicas. No esperemos buena democracia con malos partidos. La crisis de la democracia es la agonía de sus partidos.

Pienso que en el fondo lo que llamo “sociedad apocalípti­ca” no es más que la alucinació­n de una distopía, el clímax del nihilismo cultural e histórico que siempre ha permeado la visión antropológ­ica del dominicano, el fatalismo exacerbado por la desesperan­za. La impotencia de la sociedad a avanzar según los patrones y rutas establecid­as por el statu quo y la resistenci­a de los núcleos de poder de ceder posiciones y abrirse a nuevas perspectiv­as germinan esos delirios sociales.

Evitar caer en el Apocalipsi­s como “solución final” es responsabi­lidad de un liderazgo enajenado que perdió visión, relevancia, sintonía, identidad y compromiso. Nadie, excepto nosotros, podrá librarnos de nosotros mismos. Se nos ha hecho tarde para empezar a construir un futuro alcanzable sin necesidad de sembrar épicas utopías apocalípti­cas.

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