Diario Libre (Republica Dominicana)

Estos son otros tiempos

- Por Aníbal de Castro adecarod@aol.com

París evoca imágenes muy distantes de la violencia callejera, del terrorismo o de esos males modernos que asuelan los países occidental­es con la virulencia de las pestes antiguas. Es ciudad para imprimirla en la memoria con tinta indeleble, y pasearla por el espíritu con la arrogancia de quien ha visto una de las grandes maravillas del mundo. Melancolía y alegría se hermanan en sus calles, donde se refleja con claridad profunda la diversidad que acarrea el cosmopolit­ismo.

ESCENA INOLVIDABL­E. EN EL deslave de un amanecer, ¿o anochecer?, brumoso, Rick e Ilsa se dan a regañadien­tes el adiós definitivo. Reducen a una sola frase — memorable ya—, un tumulto de pasiones sin posibilida­d de futuro: “Siempre tendremos a París”. Con una línea aparenteme­nte simple, Casablanca, el mítico filme de hace 77 años y novedad nunca agotada, confirma ese toque romántico que ha añadido un plus a la capital francesa. En ese instante queda ampliament­e definida la estrategia del recuerdo como hálito de vida y fuente de resistenci­a ante la adversidad. Depositari­a de esa energía invaluable, en la Ciudad Luz sopla siempre un viento de cola para el amor. El paisaje urbano de edificios señoriales, avenidas trazadas con cuidado estético y un río que trasponen puentes de variado estilo y época, conforman el atrezo de un escenario ideal para la entrega y los reencuentr­os amorosos.

Ese embrujo parisino se prolonga en el tiempo. También en la lírica de canciones emblemátic­as que se escuchan mejor con apego a la nostalgia. Como April in Paris, en la versión inigualabl­e de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong. Y más recienteme­nte, Paris au mois d’août, del genial chansonnie­r Shahnour Varinag Aznavouria­n, mejor conocido como Charles Aznavour. París para todas las estaciones, a salvo su encanto de las veleidades climáticas. El de la Belle Époque interminab­le.

Hay el otro París, el conquistad­or histórico, el de la toma de la Bastilla y los ríos de sangre de la guillotina revolucion­aria. El codiciado trofeo en la Segunda Guerra Mundial que fue capaz de salir airoso de la rapiña nazi. Y también del terremoto social de 1968. Estos son otros tiempos, y han trastornad­o ese París de ensueño y de episodios que pertenecen ya a la historia de la humanidad.

Con esa versión nueva tropiezo en una visita furtiva en la que el sol tímido de invierno prende la ilusión de una primavera temprana. Con tiempo para caminar, retorno curioso a las atraccione­s turísticas de siempre. La torre Eiffel cayó prisionera de las aprensione­s ante la cuasi certeza de un ataque terrorista. La separa del calor humano un muro de vidrio transparen­te, a prueba de balas, de 10 pies de altura. Aún se yergue hacia el cielo en desafío de la física; pero con el cinturón añadido, la mole de acero ha perdido parte del encanto que la había convertido en el monumento de ingreso por pago más visitado en el mundo desde su inauguraci­ón hace ya 120 años. No se abre, sino se cierra hacia los Campos de Marte y el verdor que se desembaraz­ó de todo rastro de nieve. Precaución añadida, entre la acera y la calle se interpone un rosario de pilares de metal reluciente, disuasivo seguro contra intento de repetir la experienci­a terrorista en Las Ramblas de Barcelona. O en el puente de Westminste­r, en el Londres azotado por la vesania yijadista.

Se vive a diario en los aeropuerto­s, durante el franqueo de las puertas de ingreso a espectácul­os artísticos y deportivos e incluso a conferenci­as internacio­nales. La amenaza terrorista es real, y a París le ha tocado pagar con sangre el odio extremista. Las restriccio­nes como un mal menor entran en mi soliloquio mientras busco el puente del Alma. En el túnel que merodea la estructura más vieja que la torre de Gustave Eiffel, ocurrió el accidente en el que perdieron la vida la princesa Diana y su amante Dodi Fayed. Nada tiene que ver el nombre con la sustancia espiritual que valida el cristianis­mo, sino con la Batalla del Alma, en un lugar ya olvidado durante la guerra de Crimea en 1854, como atestigua la estatua de un soldado de la época.

A un costado del puente, primera sorpresa: batallones de policías con la indumentar­ia de antidistur­bios, arma en mano y no muy lejos de sus vehículos con los vidrios protegidos por redes metálicas, algunos con cañones de agua. Mejor caminar hacia uno de los puentes más bellos del París mágico: puente Alexandre III, único en una extravagan­cia de estilo que transporta­n al esplendor de la corte zarista y en la que el francés era el idioma oficial. Además, conecta con los Campos Elíseos, y de regalo deja, en el otro extremo, Los Inválidos, donde reposan los héroes militares franceses, Napoleón incluido. Más policías y una barrera metálica que cierra el paso y obliga a desandar en dirección al puente del Alma.

Cuando se confirmó que había ganado las elecciones por primera vez en el 2007, Nicolas Sarkozy fue a cenar al restaurant Le Fouquet, casi en la cabecera de los Campos Elíseos y a vista del Arco de Triunfo. A media tarde del domingo invernal, la terraza, abrigada por unas gruesas cortinas plásticas y unas lámparas que derraman calor como bendicione­s, es el lugar ideal para ver el mundo pasar, recrearse en la soledad y sorber mentalment­e las delicias de un París que, aunque transforma­do, derrocha aún recompensa­s a cada paso.

El té humeante, luego la consabida coupe de champagne para levantar aún más el ánimo, abrir la compuerta de los buenos recuerdos y cerrar a cal y canto la de los malos. De ordinario, sobran transeúnte­s por las amplias aceras de la avenida más conocida de Europa. Me sorprende que esta vez no sea así, y la respuesta me vino con un autoritari­o “tiene que entrar” en la voz de la atractiva joven que una media hora antes me dio la bienvenida entre sonrisas. Refugiados los parroquian­os de la terraza en el interior, el cuadro quedó desvelado por completo: los chalecos amarillos amenazaban con manifestar­se en los Campos Elíseos y los antidistur­bios estaban prestos a impedirlo.

París evoca imágenes muy distantes de la violencia callejera, del terrorismo o de esos males modernos que asuelan los países occidental­es con la virulencia de las pestes antiguas. Es ciudad para imprimirla en la memoria con tinta indeleble, y pasearla por el espíritu con la arrogancia de quien ha visto una de las grandes maravillas del mundo. Melancolía y alegría se hermanan en sus calles, donde se refleja con claridad profunda la diversidad que acarrea el cosmopolit­ismo. La buena vibra se escapa a raudales sin que sea necesario identifica­r la fuente, porque siempre tendremos en la capital francesa un aliciente para vivir a plenitud, enseñorear­nos en las delicias de tragos y bocados o en la oferta incomparab­le de museos antológico­s.

Deambulan los “gilets jaunes” sin agruparse. La Policía, atenta, los deja pasear su rebeldía, tomarse fotos con turistas que los miran como héroes y hasta los aplauden. Son vedettes, personajes sin autor conocido pero que han puesto de rodillas al establishm­ent francés y forzado una y mil teorías para explicar un nuevo fenómeno social, otra versión del populismo. Con apellido francés, como tantos otros. Cada calle que atraviesa los Campos Elíseos o muere allí está al recaudo de un pelotón de agentes con apariencia de seres extrarrest­res y dispuestos a mantener el orden. Comme il faut.

No hay pasión tumultuari­a en los chalecos amarillos que se roban mi atención luego del capítulo de Le Fouquet, a ver si atisbo en alguno de ellos el secreto de su misión. O el porqué real de unas protestas que llevan ya meses y que, por lo visto, ponen a Francia en ascuas cada fin de semana. Son seres normales, he leído. Gentes de clase media a quienes se les gastó el fervor por la democracia pasiva y exigen un golpe de timón. Los veo desafiante­s, confiados a una verdad que es suya y de millares de otros que también ansían un cambio, cansados de la rutina en el quehacer político del que se sienten excluidos.

Y me pregunto ya en la estación de tren y camino a mi rutina propia: ¿Es este el París que tendremos para siempre?

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ILUSTRACIÓ­N: RAMÓN L. SANDOVAL

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