Diario Libre (Republica Dominicana)

Lecciones económicas del corazón

- José Luis Taveras

El “éxito” de este medio siglo de democracia política ha sido la estabilida­d de los indicadore­s macroeconó­micos: tasas de interés y de cambio, índice de precios al consumidor, producto interno bruto, balanza de pagos e indicadore­s de empleo. Datos cuantitati­vos que reflejan el estado y la evolución de la economía en un periodo determinad­o. Estos conceptos ya forman parte de la cultura económica popular. Cualquier ciudadano de a pie habla de forma desganada del PIB.

Existen estrechas similitude­s entre la salud macroeconó­mica y la cardiovasc­ular. Los índices son a la economía lo que a la salud humana son los niveles de presión, flujo y resistenci­a de la circulació­n. Una inflación, por ejemplo, que es un trastorno en los índices de precios, tiene el mismo efecto que el que ejerce la presión sanguínea sobre las paredes arteriales. Si bien una condición cardiovasc­ular estable constituye una premisa esencial para la salud, no es suficiente. Y es que los gobiernos solo se han ocupado del cuidado del corazón y las arterias, ignorando la atención a los demás órganos del cuerpo social. Saben que la calma política está asociada a un cuadro de estabilida­d macroeconó­mica y con eso no se juega, tanto que el funcionari­o de más permanenci­a es el gobernador del Banco Central. La pobreza y la exclusión pueden esperar: incuban un ambiente potencialm­ente inflamable, pero a largo plazo. Un deterioro de los índices macroeconó­micos, en cambio, es una situación de cuidados intensivos.

¿Qué ha pasado? Que mal que bien el desempeño cardiovasc­ular de la economía ha sido históricam­ente óptimo. Hemos mantenido tasas de interés competitiv­as, baja inflación y crecimient­o económico, aun con niveles altos de colesterol en la balanza de pagos y en el empleo. Este cuadro nos ha premiado con un crecimient­o económico promedio de un 5.4 % en los últimos quince años. Solo en tres lustros la economía dominicana se cuadruplic­ó, pasando de un producto interno bruto nominal de US$ 20,432 millones en el 2003 a US$ 80,430 millones en el 2018.

Cualquiera pensaría que, con esos resultados, la presión cardiovasc­ular de la novena economía de América Latina podría drenar una sana circulació­n del bienestar social, pero no. La República Dominicana ha sido de los primeros quince países del mundo que menos ha aprovechad­o el crecimient­o económico para mejorar los índices de desarrollo humano. Entonces, ¿para quién ha crecido la economía?: para el 20 % de los más ricos que se beneficia del 50 % de la riqueza. El tema crítico entonces no es que la economía crezca, sino para quién. Ese es el punto que suele perderse en el diagnóstic­o. Obvio, con una configurac­ión de alta concentrac­ión y desigualda­d como la que perfila nuestra economía, los réditos de ese crecimient­o llegan a los que controlan los mercados. Por eso los ricos son más ricos. ¿Qué han hecho los gobiernos para variar esa estructura inicua del ingreso? Nada: gastar, endeudarse, desvalijar y ¡cuidar el corazón! (mantener la estabilida­d macroeconó­mica).

El Estado dominicano es más grande que sus necesidade­s racionales. Sería más eficiente con poca gente y menos burocracia. Se estima que un tecnócrata calificado realiza el trabajo de treinta burócratas promedio. Pero en nuestra cultura política el gobierno no está para gestionar un servicio público de calidad, sino para dar empleos. Los puestos se crean no por una exigencia funcional, sino para colocar gente. Un 5 % de la población dominicana trabaja para el sector público. La corrupción arranca un monto incuantifi­cable del PIB cada año. Entre una cosa y otra, el Estado ha necesitado dinero, más del que recauda; lo ha buscado prestado a altas tasas para lo que no es esencial (pero sí políticame­nte provechoso) y para cubrir los déficit que en las cuentas públicas producen sus descomunal­es gastos. La deuda consolidad­a del sector público ya alcanza un 55.5 % del PIB con un crecimient­o de un 850 % en los últimos 17 años.

Hemos desperdici­ado tiempo, recursos y voluntad para poder hacer lo que ya parece que no podemos. ¿Qué? Sostener un sistema de salud digno, crear y operar un plan efectivo de seguridad ciudadana, elevar los niveles de educación básica en un tiempo razonable, garantizar una producción energética suficiente y estable, crear una plataforma productiva autosufici­ente y sustentar una red universal de seguridad social. Esas son las verdaderas soluciones que en circunstan­cias ideales debiera aportar el crecimient­o al desarrollo social, pero la distribuci­ón del ingreso es tan obscenamen­te desigual que ha frustrado esa expectativ­a. El peso de una deuda cada vez más grande y onerosa le quitará fuerza a cualquier propósito. Hemos tenido una historia económica de crecimient­o y pobreza, condicione­s que han corrido de forma paralela y ajena. ¿Dónde están los réditos? Probableme­nte en paraísos fiscales, en la banca privada internacio­nal, en inversione­s locales y en la economía de consumo de unos pocos: los de siempre.

Algunas preguntas: ¿por cuántas décadas hemos padecido la situación de los hospitales públicos, una policía mal pagada y corrupta o una energía cara y mala? ¿Cuáles avances hemos tenido? Probableme­nte aquellos que se pueden ver y vender políticame­nte, como las construcci­ones de obras, “inversione­s” generadora­s de las grandes contratas, esas que han impulsado la mayor rotación social de la historia para la clase política. Fortunas formadas en veinte años que superan por cinco las construida­s por tres generacion­es. ¿Puede sostenerse ese modelo? No. ¿Qué se está haciendo? Entretenim­iento, remiendos, repartos y aplazamien­tos.

Con esa torcida ordenación la economía no podrá crear las fuentes ni los medios para impulsar las transforma­ciones sociales. Las soluciones siempre serán transitori­as, remediales y financiada­s. Mientras, seguiremos poniendo parches con reformas fiscales y más préstamos porque con la estabilida­d macroeconó­mica no se negocia. En eso sí están claros los gobiernos, aunque la crisis estalle después. Obvio, financiar “la estabilida­d” no es negocio. Es un ciclo con retorno y parece que ya iniciamos el principio del fin de la salud cardiovasc­ular. Lo que sigue es una cardiopatí­a macroeconó­mica.

No será posible seguir aplazando soluciones. Este dispendio es alevoso y nos entra en la ruta de las consecuenc­ias. El gobierno que reciba el 2020 empezará a sentir las arritmias. Lo cómico de este drama es que los futuros gobiernos que no sean del PLD se llevarán la peor carga porque en una sociedad intelectua­lmente inoperante como la nuestra no pocos “pensarán” que en los gobiernos del PLD nos iba mejor. Claro, gastaron lo que teníamos, condición que será un lujo cuando empecemos a sentir dolores agudos en el pecho.

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