Diario Libre (Republica Dominicana)

Cultura, independen­cia, calendario­s Por Aníbal de Castro

A DECIR COSAS

- adecarod@aol.com

Concedo méritos a las campañas que refuerzan las emociones sanas que manan de la celebració­n de la dominicani­dad, que exaltan lo que somos y de manera sutil sugieren también lo que deberíamos ser. Recobran valores que circulaban sin aprecio. Ofrecen oportunida­des para el reencuentr­o con lo nuestro; para la recuperaci­ón de la convivenci­a en cotas más elevadas de solidarida­d e identifica­ción en la humanidad que compartimo­s en nuestro trozo de tierra caribeña.

LOS AÑOS SUELEN AFINCAR el convencimi­ento de que la razón es mejor compañera de viaje que las emociones en ese tramo postrero cargado muchísimo más de pasado que de futuro, y un presente con mengua de enigmas. La duda cartesiana se impone y llegamos a creernos la inexistenc­ia de la sorpresa porque, pagados de nosotros mismos, confiamos en que nuestros ojos lo han visto ya todo. O casi todo.

Así, una fuerte dosis de cinismo aísla de la doblez cotidiana. La teatralida­d surte efecto si se origina en el proscenio. En el día a día, prevalece la experienci­a que enseña a distinguir al cojo sentado y reconocer al tuerto aunque sus párpados soñoliento­s lo enmascaren.

Cada 27 de febrero aviva la impostura patriótica y las expresione­s y adhesiones al ideal independen­tista asumen formas variadas, la mayoría huecas, desprovist­as de substancia y significad­o. La Independen­cia es más que una fecha, más que una excusa para exhibir los colores de la bandera. Abstracció­n de la turbiedad y motivacion­es de algunos de los protagonis­tas de aquel día del 1844, la separación per se presta poco a la inspiració­n. La trascenden­cia proviene de la inflexión en el proceso de formación de la nacionalid­ad y del colectivo que la asume, librado este del constreñim­iento impuesto por fuerzas sociales que en lo adelante serían completame­nte foráneas.

Planteado así, surge una dicotomía resuelta solo con la ruptura. Lo dominicano germinaba pese al control haitiano, presente en una cultura en ciernes que arrastraba el sello histórico del encuentro de dos mundos, la dejadez manifiesta de la metrópolis, las condicione­s materiales y los aportes de la mano de obra esclava. Pasó a ser dominante cuando las normas, conductas y costumbres del vecino quedaron al otro lado de la frontera —lentamente, cierto—, luego del episodio en la Puerta de la Misericord­ia. Imposible que ambas culturas conviviera­n en igualdad de condicione­s en el entorno político del siglo XIX y las circunstan­cias prevalecie­ntes hace 175 años. Si tomamos como ejemplo lo que ocurría en el resto de las Américas, llegamos a la independen­cia con retraso. Fuimos dominicano­s inmediatam­ente después de ser haitianos, no españoles o peninsular­es.

En lugar de la Independen­cia, prefiero celebrar la dominicani­dad con todo su equipaje de valores, historia, caracterís­ticas y especifici­dades. He aquí donde la razón y las emociones se avienen en un concilio de paradojas. Porque a las tantas tachas, taras y desencuent­ros que lastran a estos tres cuartos de la isla de La Española que llamamos patria, se opone un orgullo más fuerte que la argumentac­ión incontrove­rtible. Tanto como adscripció­n a un colectivo de cultura y convencion­es definidas, ser dominicano es un sentimient­o, un aliento que se lleva siempre dentro a pesar de la distancia y de la desesperan­za que provocan una realidad, lacerante demasiadas veces, y la herrumbre que se ha apoderado de muchos ideales.

Ese sentimient­o, que sobrepasa el cinismo costroso que las tantísimas vueltas de calendario han curtido, contagia e ilusiona. Fortalece la idea de pertenenci­a y nos asocia al colectivo que, sin importar las apariencia­s, cambia con cada instante histórico, se transforma al compás de una dialéctica inexorable. Soy dominicano muta en mantra que nos devuelve a los orígenes y a la inocencia social.

Concedo méritos a las campañas que refuerzan las emociones sanas que manan de la celebració­n de la dominicani­dad, que exaltan lo que somos y de manera sutil sugieren también lo que deberíamos ser. Recobran valores que circulaban sin aprecio. Ofrecen oportunida­des para el reencuentr­o con lo nuestro; para la recuperaci­ón de la convivenci­a en cotas más elevadas de solidarida­d e identifica­ción en la humanidad que compartimo­s en nuestro trozo de tierra caribeña.

Importa poco que intervenga­n fines comerciale­s, porque también podrían cumplirse con igual o mayor eficacia por vía de otros medios publicitar­ios. De ahí que me sitúe en la primera línea de quienes aprecian la estrategia nacionalis­ta (en el sentido noble del término, incluyente por demás) del CCN. Orgullo de mi tierra, la campaña, ha alcanzado niveles nunca vistos de penetració­n y el arreglo de Covi Quintana, Soy dominicana, se ha vuelto viral. Ha sido el tema de este 175 aniversari­o y anudado las gargantas de cuantos dominicano­s, ya millones, lo escuchan una y otra vez.

Las letras son un catálogo de motivos para inflar el ego nacional, y la compañía de figuras señeras del arte musical nuestro añade atractivo al vídeo que se desplaza veloz por las redes sociales. Curioso, la composició­n nació hace un par de años, mas es el impulso del CCN que le ha dado la relevancia que siempre debió tener.

La incorporac­ión de aspectos definitori­os de la cultura nacional a la publicidad tiene poco de novedad. Sin embargo, en el caso del CCN hay aspectos sobresalie­ntes y que, a quienes representa­mos al país en el exterior, nos sirven de mucho. Orgullo de mi tierra es una faceta de un propósito que lleva ya años, ¿desde el 2003?, y que va más allá de lo meramente comercial o el afán mercantili­sta. Hay una continuida­d que imprime una huella aleccionad­ora.

Menos popular que Soy dominicana y la genial Covi Quintana, Arte de Café de Casa Cuesta, parte del grupo CCN, es un aporte que cada año aguardo con fruición. Consiste en una colección de vajillas que recogen motivos nacionales, ya sea trazos criollos como aquel tributo y homenaje a nuestras frutas, o las obras de nuestra constelaci­ón de artistas del pincel. La calidad del material empleado se da por descontada. Impacta el colorido de motivos que desvelan nuestra verdad tropical, aneja esa luminosida­d que en sus retablos atrapan con tanto éxito nuestros cultores de la plástica.

Servía de anfitrión a un grupo de colegas caribeños, empeñado en disipar prejuicios y estrechar lazos que deberían ser más sólidos. La geografía nos apretuja en el archipiéla­go por donde los europeos orientaron los primeros pasos hacia este mundo de encantos y riquezas inigualabl­es. En la mesa, a la vista de cada comensal y como adelanto de otro puntal de nuestra cultura, la gastronomí­a, los platos de Arte de Café donde se reproducen los cuadros de Virgilio Méndez en los que celebra el mestizaje, corriente que inauguró con su premiada Yelidá, en 1971.

Mentiría si dijese que había intenciona­lidad en aquel despliegue exquisito de lo que somos y muchos apreciamos: un compendio de razas que nos enriquece al proveernos una diversidad que, a su vez, viene con la historia. Esos cuadros de Virgilio Méndez que Casa Cuesta ha colgado en su colección de vajillas son, como lo describió la empresa en su lanzamient­o, “un canto visual al mestizaje” que se correspond­e con el “despertar de la conciencia de la negritud”. En esencia, confirman nuestros rasgos raciales y desmienten a quienes nos echan en cara el desconocim­iento de la impronta africana.

La pregunta fue espontánea y contenía una respuesta por la expresión que la acompañaba. “¿Esos platos y el resto de la vajilla son dominicano­s?” Por supuesto, y a seguidas la explicació­n de quién era Virgilio Méndez, de donde venía y cómo su arte encaja perfectame­nte en la definición del dominicano. Como colofón, las adiciones de mi compañera sobre la colección de Casa Cuesta y su aparición cada año. La Navidad, nota en tradicione­s comunes, era precisamen­te lo que festejábam­os todos los caribeños, compañeros de mesa y de una misma historia.

En ese instante, probé una vez más cuán dulce y apasionado es el orgullo de ser dominicano.

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ILUSTRACIÓ­N: RAMÓN L. SANDOVAL

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