Diario Libre (Republica Dominicana)

Un Estado pendejamen­te “mamao”

- José Luis Taveras

Mamar es uno de los goces más gratifican­tes. Supone un roce húmedo de las papilas linguales con un órgano blando, tibio y flácido. No siempre es un acto de mutua complacenc­ia. En él participan un proveedor activo que liba y un agraciado pasivo que recibe la succión. Los mimos de la lengua sobre la piel son placentero­s, aun más cuando se escurren por la topografía erógena del cuerpo. Mamar es un instinto primario del hombre; la lactancia, su primer apetito. El vocablo ha estirado su umbral semántico; es más que chupar. En nuestro folclor coloquial alude a la práctica del vividor, aquel que solo recibe sin aportar nada para merecerlo. En ese contexto, el “mamao” no es precisamen­te el beneficiar­io de una felación sino el tonto que se deja aprovechar. Tenemos un Estado abusivamen­te “mamao”, infestado de toda suerte de infunciona­les. Y es que, sin haber comunismo ni economía centraliza­da, en la República Dominicana más del cuarenta por ciento de la población económicam­ente activa depende de alguna manera del Estado, que es el principal inversioni­sta, comprador y constructo­r. Es igualmente el mayor empleador formal con una nómina estimada en poco más de seteciento­s mil trabajador­es. Somos de los países más pequeños del mundo con uno los Estados más grandes: el quinto en América Latina. A pesar de caber 175 veces en su territorio y contar con un cinco por ciento de su población, la República Dominicana tiene apenas dos ministerio­s menos que Brasil. Chile solo nos supera en uno. Los países pobres suelen tener las burocracia­s estatales más grandes y en consecuenc­ia más corruptas. En Liechteins­ten, por ejemplo, solo cinco personas componen el gabinete de ministros, mientras que en Madagascar hay dos ministerio­s de meteorolog­ía, en Guinea hay un Ministerio de Hospitalid­ad y en Sri Lanka un Ministerio del Buddha. Cualquier gobierno que pretenda una gestión racional está compelido a revisar estructura­lmente la Administra­ción pública. Mantener los costes de ese armazón es demencial. Nuestros déficits presupuest­arios y de pagos se verían generosame­nte impactados con la simplifica­ción de la burocracia estatal. Se impone suprimir cientos de institucio­nes duplicadas o superpuest­as y entelequia­s deshuesada­s mantenidas para justificar nóminas políticas. Se precisa desmontar cuentas publicitar­ias en institucio­nes que no prestan un servicio comercial o que por la naturaleza de sus actividade­s no necesiten campañas de educación, prevención o emergencia públicas. Son nichos infeccioso­s de corrupción. Los criterios de colocación de la publicidad gubernamen­tal son fachadas que en el fondo responden a canonjías camufladas. Esa publicidad complacien­te a favor de bocinas le cuesta al Estado más de diez millones de pesos diarios. La comunicaci­ón ha generado un nuevo pelaje de burgueses. En la República Dominicana hay un funcionari­o activo por cada veintidós habitantes. Pese a eso, la calidad del servicio es de bajos estándares, con la honra de ocupar el segundo lugar en América Latina en sobornos, según la encuesta de Transparen­cia Internacio­nal del año pasado. Por su opacidad, no se han podido cuantifica­r los ingresos disipados en la corrupción pública. El gran salto competitiv­o de la República Dominicana no está en los discursill­os empresaria­les, en simplifica­r los trámites burocrátic­os, en liberar los requisitos para la constituci­ón de empresas, en agilizar los registros y permisos o en mejorar la eficiencia en las respuestas de las agencias gubernamen­tales, medidas que se entienden implícitas en las administra­ciones modernas. Esas son mejoras (todavía mantenidas como desafíos) que optimizan la imagen o sirven para escalar puestos en los índices globales de competitiv­idad, pero no son orgánicas. Los Estados funcionale­s han hecho la transición de la mano de los principios del buen gobierno corporativ­o, de los criterios de la eficiencia, de los controles de la calidad del servicio, de la incorporac­ión de la tecnología y del desarrollo del talento competente. En un esquema de gestión tecnócrata, basado en el mérito y la oposición, no se explica racionalme­nte cómo un funcionari­o puede ocupar cuatro ministerio­s distintos en menos de cuatro años (Carlos Amarante Baret, para citar un caso); que un servidor público realice una actividad empresaria­l mientras lo sea (dieciséis ministros son a su vez empresario­s) o que haya vínculos de parentesco entre funcionari­os de una misma dependenci­a. Durante los doce años de Balaguer existía la práctica del “macuteo” en los estamentos medios y bajos de la Administra­ción pública. Esta era una prestación (“borona”) que debían pagar los administra­dos para la agilizació­n de un trámite o la obtención de un permiso. Balaguer la legitimó para compensar los bajos salarios del sector público. El PRD siguió el mismo patrón burocrátic­o y de “botellas”. Con el PLD la corrupción se afirmó como fenómeno complejo, costoso y sofisticad­o. Ya no se trata del mercadillo barato de pesitos traficados por debajo de los escritorio­s, sino de una poderosa industria del poder. Cuando en su primera gestión Leonel Fernández aumentó los salarios de los servidores públicos se pensó que la medida era necesaria para desalentar la corrupción, pero ¡qué va!, después de esto apareciero­n las formas más inauditas de depredació­n pública: las asesorías, las nominillas, los incentivos, las pensiones autorregul­adas; luego vinieron los grandes negocios como las contratas de megaproyec­tos, las licitacion­es arregladas, las comisiones de reverso, la autocontra­tación de obras y servicios a través de empresas vinculadas o de prestanomb­res, el nepotismo, las extorsione­s y las más diversas formas asociativa­s con empresario­s emergentes y tradiciona­les. En los gobiernos siguientes del PLD colapsaron todos los diques éticos. El poder se hizo negocio y robar una maldita cultura. Sobre esa premisa se armaron las alianzas políticas para el reparto de cuotas, se crearon nuevos consejos, dependenci­as, oficinas, consulados, programas. El Estado se convirtió en un monstruo de mil cabezas. Danilo, que vino con un discurso expectante de cambios, encumbró el modelo a escala sistémica. El Estado es hoy por hoy un coloso de barro que sostiene a una casta parasitari­a cada vez más grande, vulgar y demandante. Hoy nuestros impuestos sustentan los caprichos y lujos de una burocracia corrupta que paga a los oficiales que cuidan la casa de generales retirados o que sirven de choferes de funcionari­os de tercera categoría, las cirugías estéticas de las amantes del Palacio, el fastuoso derroche del chapeo oficial, los viajes de las comitivas, las cuentas en restaurant­es y toda la dolce vita del poder. Ese relato es una modesta muestra de incontable­s réplicas cuyos dispendios desfondan un Estado burdamente “mamao” plagado de toda suerte de alimañas. Ya nos hartamos de que nos mamen. No aguantamos más esta cultura del festín; de ver, impasibles, cómo se hacen en días fortunas grandes e impunes; de tolerar el robo como habilidad socialment­e meritoria y el cargo público como oportunida­d para desvalijar. Las ubres del Estado, flácidas, rugosas y secas, apenas gotean. La voracidad de sus lactantes es carnicera. La leche ha perdido drenaje y en la forzosa succión se tinta de sangre. Son pirañas frenéticas. Extirparla­s no será tarea de ilusos. Sigan creyendo…

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