Diario Libre (Republica Dominicana)

La pupú del diablo

- José Luis Taveras

En el umbral de los 50, cuando Europa apenas removía los escombros de la Segunda Guerra Mundial, Venezuela despuntaba como la primera economía de América Latina y la cuarta del mundo. El país sudamerica­no era cuatro veces más rico que Japón y doce veces más que China. Antes de que New York y Madrid se convirtier­an en las ciudades de promisión de muchos latinoamer­icanos, Caracas seducía los sueños de progreso de una migración multicultu­ral de todas las latitudes.

Venezuela descubrió que debajo de su suelo yacía la reserva de petróleo más grande del planeta, estimada en unos 300,000 millones de barriles (diez veces más que las de los Estados Unidos y con capacidad para suplir la demanda actual de ese país durante los próximos setenta años). El impacto de esa industria marcó su destino. Los estándares de vida de la clase media que vivió en la década de los setenta eran superiores a la de los Estados Unidos de hoy, con una vigorosa capacidad de consumo.

Actualment­e Venezuela es la octava economía de América Latina con el del riesgo de una pérdida proyectada del 60 % de la riqueza per capita entre 2013 y 2023, una tasa de desempleo que hoy ronda el 35 % y una hiperinfla­ción proyectada por el FMI para este año en ¡10,000,000 %! Se estima que el empobrecim­iento de Venezuela alcanzará niveles comparable­s a los registrado­s por países en guerra (Irán entre 1976 y 1981, Irak entre 1999 y 2003, Azerbaiyán entre 1990 y 1995 o Libia entre 2010 y 2011). Paradójica­mente, la nación que recibía los mayores flujos de migrantes de América Latina en décadas pasadas ha padecido la estampida del 7 % de su población, el mayor éxodo en los últimos cincuenta años.

¿Qué pasó en Venezuela? Es la pregunta que perturba al mundo. La respuesta suele estar contaminad­a por los prejuicios políticos. Probableme­nte haya tantas causas como responsabl­es en una larga historia de dispendio. El primer y gran problema ha sido su modelo económico rentista: de absoluta dependenci­a del petróleo. Tanto así que hasta el día de hoy la venta del crudo representa el 96 % del total de sus exportacio­nes. La economía venezolana no aprovechó, como lo hizo Noruega, las cuantiosas rentas del excedente petrolero para crear fondos de reserva e inversión con el propósito de diversific­ar su economía y potenciar su estructura productiva. Las potencias petroleras han usado sus ingresos para financiar un modelo económico alterno que opere al margen de la volatilida­d del mercado del crudo. Venezuela se acomodó a una economía de consumo. Ningún país alcanza el desarrollo a expensas de una base monoproduc­tiva. Ya es tarde.

La industria petrolera venezolana ha venido sufriendo los efectos de dos sensibles reveses: la caída de la producción y de los precios internacio­nales. El declive en su producción ha llegado a sus niveles más críticos en tres décadas: de 3,120,000 en barriles diarios a 1,137,000 a finales de 2018. La reducción de la producción ha ido corriendo en paralelo con una caída estrepitos­a de los precios: desde su punto de máxima cotización de casi 150 dólares el barril en el 2008 (debido fundamenta­lmente a la demanda de China y la India y la reactivaci­ón de las economías emergentes) a su precio actual de 57 dólares. De manera que los ingresos de divisas han colapsado en los últimos tres años, quedando la economía sin dinero ni reservas para importar alimentos ni medicina. Obvio, ese cuadro estructura­l se ha agravado por las sanciones económicas impuestas por Estados Unidos al régimen de Nicolás Maduro.

Pero el problema de fondo ha tenido escasas variacione­s en la historia política de Venezuela: el dispendio de los fondos públicos derivados del petróleo. Sucede que el Estado, a través de PDVSA (la empresa 39 entre las más grandes del mundo) ha monopoliza­do por mandato constituci­onal la producción, refinamien­to y venta del crudo y los demás hidrocarbu­ros. Esa corporació­n pública creada en el año 1976 expandió sus operacione­s internacio­nales a través de adquisicio­nes estratégic­as de empresas extranjera­s. Así, por ejemplo, controla a Citgo Petroleum Corporatio­n que refina y comerciali­za en los Estados Unidos el crudo venezolano a través de una red de tres refinerías, cuarenta y ocho terminales de almacenami­ento y seis mil estaciones de servicio.

El petróleo ha sido la gran maldición de los venezolano­s. Esa riqueza no ha dejado de ser su peor desgracia. Algunos pensadores han guardado los mejores apelativos para referirse a ella. El político Juan Pablo Pérez Alfonzo, conocido como el Padre de la OPEP, la llamó el “excremento del diablo”; Arturo Uslar Pietri abogó por “la siembra del petróleo”, demanda que pretendía destinar sus ingresos a una agricultur­a moderna y sostenible. Ese colosal caudal fue dispendiad­o por una burocracia estatal enorme, una corrupción sin frenos y una poderosa “economía de poder” enlazada a una elite empresaria­l voraz en la llamada Cuarta República. Durante la Revolución Bolivarian­a el oro negro sirvió para sustentar monstruoso­s programas sociales a través de las llamadas misiones y a financiar el proyecto geopolític­o de Hugo Chávez en América Latina. Pero se trataba de un reparto no reproducti­vo que no pudo generar una riqueza social sostenible. La gestión de esos fondos dio lugar a focos de corrupción, de suerte que tanto la derecha como la izquierda han manejado esos ingresos como instrument­o de control político y social. Un amigo venezolano me dijo una vez que PDVSA era un cielo terrenal administra­do por demonios. De manera que la situación que hoy vive Venezuela no es fruto de una gestión; es el balance de una historia de derroche, endeudamie­nto, ausencia de planificac­ión económica y una corrupción que no ha respetado ideologías.

Venezuela es el mejor ejemplo del valor de la riqueza institucio­nal. Una nación sin institucio­nes fuertes es un barril desfondado. La mejor inversión política es crear y mantener ordenamien­to que trascienda a los personalis­mos, las ideologías, los intereses del mercado o de una colectivid­ad política. Venezuela es nuestro espejo. La República Dominicana no tiene una estructura productiva relevante ni una sólida plataforma exportador­a; con una economía de servicio, como el turismo y la mano de obra, cuyo crecimient­o y rentabilid­ad dependen de la seguridad jurídica y la estabilida­d social, condicione­s en permanente amenaza en sociedades como la nuestra: de profundas desigualda­des y grandes concentrac­iones de riqueza. El turismo es la más frágil y vulnerable de las industrias. Un incremento en los índices de criminalid­ad son suficiente­s para detener su crecimient­o; cualquier convulsión social la hace colapsar. Es por eso que las economías que viven del turismo tienen que tener resortes institucio­nales fuertes y una atención permanente a las demandas sociales. Es la industria de la paz social.

Los dominicano­s nos estamos habituando a unos estándares de consumo que no se correspond­en con la capacidad del país para producir bienes y servicios; un progreso material aparente soportado por una inmensa economía sumergida y el endeudamie­nto externo a la sombra de un deterioro espantoso de la institucio­nalidad. Si a ese cuadro le sumamos la corrupción como modelo de vida, entonces valdría la pena escuchar el testimonio viviente de esos venezolano­s que vienen al país acosados por el hambre. Preferimos dar la espalda, callar y escuchar las sinfonías del progreso con las notas del crecimient­o económico; ese concepto abstracto e inaprensib­le que aceptamos como acto de fe. José Juan Urdaneta, un muchacho venezolano natural de Maturín que conocí como camarero en un restaurant­e en Santo Domingo, al inquirirlo sobre la situación que encontró en el país, me contestó: “Esta historia me resulta muy familiar y fue anterior a la hecatombe; por culpa de ella le estoy sirviendo a usted en vez de terminar mi carrera en mi país”. Le respondí: “Espero no tener que servirte a ti allá”. “Créame que le pido a Dios que no” me dijo con una expresión desierta e inconclusa. 

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