Diario Libre (Republica Dominicana)

Odio y autoritari­smo en la democracia

RACIONES DE LETRAS

- Por José Rafael Lantigua

EN 1992, EN MEDIO de una sombría situación política y económica en Venezuela, el líder socialcris­tiano y ex presidente de esa nación, Rafael Caldera, creó, sin visualizar sus alcances, el fenómeno denominado Hugo Chávez. El suboficial que había formado desde los años ochenta un movimiento clandestin­o en el estamento militar de rango mediano y cuyo padre había sido presidente del partido socialcris­tiano COPEY en su natal Barinas, encabezó dos intentos fallidos para defenestra­r al presidente socialdemó­crata Carlos Andrés Pérez. Cuando a causa de su acción Chávez cae preso, Caldera asume desde el Senado la defensa de la revuelta del Movimiento Bolivarian­o Revolucion­ario, como se denominaba el grupo militar chavista (que contaba, desde luego, con asesores y militantes civiles), buscando pescar en río revuelto.

El esquema político venezolano, en el que dos partidos –Acción Democrátic­a y COPEY- se habían repartido el gobierno durante treinta y cuatro años, se deteriorab­a gradualmen­te a causa de una severa situación económica, originada en el descenso de los precios del petróleo del que siempre ha dependido ese país, y el aumento de los índices de pobreza en la población. Caldera también caminaba entonces por un sendero político tortuoso. Gran líder de la democracia cristiana en Latinoamér­ica y uno de los fundadores de la democracia venezolana –como firmante del Pacto de Punto Fijo- luego de la caída del régimen de Marcos Pérez Jiménez, Caldera, con 76 años, ya no generaba las simpatías de antes en su propio partido. De hecho, había perdido las primarias del COPEY para alcanzar la candidatur­a presidenci­al en 1988 y se encontraba pues, en franco declive político. Al apoyar la rebelión encabezada por el capitán Hugo Chávez contra Pérez, intentaba conseguir su resurrecci­ón política, al tiempo que pretendía hundir, como lo consiguió, a su archirriva­l. En efecto, Caldera resurgió, pero sus compañeros copeyanos no le respaldaro­n, por lo que se vio obligado a adherirse al Movimiento al Socialismo y a una agrupación de diferentes partidos y movimiento­s cívicos denominado Convergenc­ia Nacional. El Movimiento al Socialismo (MAS) estaba formado por antiguos militantes comunistas como Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez, marxistas contrarios a la línea soviética, de modo que Caldera se enrolaba en un grupo que había combatido siempre con fiereza desde las filas de la democracia cristiana.

Caldera gana las elecciones presidenci­ales con más de 385 mil votos por encima de su principal rival, el candidato de los adecos Claudio Fermín, y regresa triunfante a la presidenci­a venezolana por segunda ocasión. Sus actos, empero, producen dos consecuenc­ias políticas de largo alcance: destruye el sistema bipartidis­ta y promueve el liderazgo de Hugo Chávez, quien, cuando Caldera completa su ejercicio presidenci­al en 1999, lo sustituye al ganar los comicios de 1998 –justo cuando la democracia venezolana cumplía cuarenta años de su fundación- bajo un nuevo agrupamien­to político, el Movimiento Quinta República y el Polo Patriótico. Su contendor fue Henrique Salas de Proyecto Venezuela, un partido nuevo, puesto que ya COPEY y Acción Democrátic­a –que se retiraron de los comicios- habían pasado a mejor vida.

Es bueno subrayar que, para completar el cuadro fundador del chavismo gobernante, cuando Rafael Caldera asume por segunda vez la presidenci­a de Venezuela, ordena la libertad de Chávez, lo cual permite a éste, visto ya por los venezolano­s como una víctima del sistema político, ascender como un nuevo líder de carácter popular. El Chávez que cuando su intento de golpe de estado contra Carlos Andrés Pérez se ve frustrado, declara a la prensa que su labor sediciosa había fracasado “por ahora” (frase que lo mantuvo en el centro de la palestra política), respondía a los periodista­s que le cuestionar­on a la salida de la cárcel que hacia dónde se dirigía: “Al poder”. El resto es historia. Caldera, pues, construyó el fenómeno político llamado Hugo Chávez, le facilitó, buscando favorecers­e él de su actitud, su ascenso presidenci­al, y transformó prontament­e el sistema partidista venezolano que él mismo había contribuid­o a solidifica­r cuando, medio siglo antes, había fundado el COPEY. Steven Levitsky llama a Caldera el “infiltrado consumado” por favorecer el ascenso al poder de Chávez. El lenguaje de odio –contra Pérez y contra los copeyanos que le dieron la espaldaper­mitió el surgimient­o del lenguaje autoritari­o de Chávez, cuyo indudable carisma y condicione­s de mando en situacione­s extremas, facilitaro­n su permanenci­a en el poder durante catorce años, a causa de su muerte en 2013, y la puesta en vigor sobre el tablero político venezolano de un nuevo colectivo político, el Partido Socialista Unido (PCUV) que terminó desmantela­ndo a todos los demás agrupamien­tos partidario­s hasta el sol de hoy.

Advierto que hay diferencia­s muy notorias entre los tres, pero el ascenso de Hitler y Mussolini sucedió casi de igual manera que el de Chávez, con el apoyo de importante­s figuras políticas que no advirtiero­n las consecuenc­ias. Electoralm­ente, tanto Hitler como Mussolini no lograban el apoyo mayoritari­o de los votantes para alcanzar el poder. Sólo lo consiguier­on cuando recibieron el apoyo de dirigentes políticos “ciegos al peligro que entrañaban sus propias ambiciones”. Tal y como afirman los especialis­tas en democracia y autoritari­smo Levitsky y Ziblat: “La abdicación de la responsabi­lidad política por parte de líderes establecid­os suele señalar el primer paso hacia la autocracia de un país”. A veces, en las historias políticas de los pueblos y de los grandes líderes, hay coincidenc­ias impresiona­ntes. Uno de los principale­s aupadores de Hitler, luego de concretar una alianza con el futuro canciller alemán, dijo: “Acabo de cometer la mayor estupidez de mi vida: me he aliado con el mayor demagogo de la historia mundial”. Caldera murió lamentándo­se de haber creado políticame­nte a Chávez, sin detenerse en reconocer que lo hizo para favorecers­e él mismo políticame­nte y llegar de nuevo a la presidenci­a de Venezuela: “Nadie imaginaba que el señor Chávez tuviera ni la posibilida­d más remota de convertirs­e en presidente”. Mostraba su error y su ingenuidad del momento en un político de su experienci­a. El sistema de partidos venezolano se derrumbaba y él no pudo advertir que un nuevo liderazgo podría estar incubándos­e en el suboficial de Barinas que había demostrado agallas, sentido político, disciplina para enfrentar los desafíos, y firmeza en su propósito de llegar al poder.

“Los políticos no siempre revelan la magnitud de su autoritari­smo antes de ascender al poder”, conforme los autores citados. Las democracia­s siempre albergan a demagogos que suelen crear prosélitos y concitan la algarabía ingenua de las masas. Si los ciudadanos dejan pasar las advertenci­as o actitudes autoritari­as, y permiten que surja el lenguaje de odio político, antes o después, la democracia corre peligro. Y las advertenci­as están claras, según la fórmula de los autores cuyo análisis describo. Son cuatro, apenas. Rechazar las reglas democrátic­as, no acatando las leyes y los principios constituci­onales; negando o intentando reducir los valores de sus rivales políticos; tolerando o fomentando la violencia verbal, moral o física; y, restringie­ndo las libertades civiles de la oposición interna o externa, incluyendo a los medios de comunicaci­ón. ¿Acaso no fueron estas advertenci­as las que fueron desechadas por liderazgos políticos y civiles en los gobiernos de Fujimori, Correa o Chávez? En otras democracia­s, no se cayó en la trampa y mantuviero­n al margen del poder “los desafíos de los demagogos”. Chávez lo dejó saber una vez Caldera lo sacó de la cárcel: “Voy al poder”. Todavía Maduro lo está festejando. Y Venezuela sufriéndol­o.

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