Diario Libre (Republica Dominicana)

Rutas sin derecho de paso al olvido

- Por Aníbal de Castro

Recorrer el corazón histórico de Weimar es un deleite visual. El clasicismo se impone en el paisaje urbano que hasta los bombardeos aliados respetaron en el último gran conflicto. Pasado y presente se entroncan en una tradición cultural que continúa vigorosa y que hace de la pequeña ciudad un gran centro de actividad teatral, musical y académica.

EN AQUELLOS TIEMPOS, PARA recorridos largos terrestres era preciso enfrascars­e previament­e en un cuidadoso estudio a fondo de múltiples mapas. Cuando estudiante en Europa con la cuenta bancaria cercana siempre al sobregiro, mi preparació­n antes de la aventura pasaba por la cartografí­a cuidadosam­ente impresa y encuaderna­da en tomos de la editorial Random House. Causa segura de sobrepeso, si intervenía en algún momento el avión.

Basta ya con acceder a Google, colocar la dirección deseada y la ruta aparece en la pantalla del ordenador con la posibilida­d de alterar el trayecto potencial a voluntad. Luego, encomendar­se al navegador prevenido de que, en ocasiones, podría acabarse en un callejón sin salida o en unas carreteras secundaria­s por las que de ordinario circula solo aire.

Militante decidido en lo digital, descubro que en la planopia de trayectos alternativ­os entre Bruselas-praga, capital en mi agenda de trabajo y hasta donde había decidido conducir en solitario, hay dos ciudades de la antigua Alemania Oriental muy próximas entre sí y cuya significac­ión histórica las convirtió de inmediato en mi objetivo.

Coincidenc­ia que festejo, Weimar se viste de gala este año por el primer centenario de la famosa constituci­ón que establecía la república alemana. Unas horas de viaje y respiro anonadado frente al famoso Teatro Nacional donde se reunió la asamblea constituye­nte, huyendo de un Berlín donde las protestas y disturbios resumían la crisis política que vivía Alemania luego de la derrota en la Primera Guerra Mundial y las durísimas reparacion­es de guerra a que la habían condenado los aliados.

Cerrado en la mañana dominical y a salvo de las rutas turísticas tradiciona­les, el teatro domina la plaza empedrada a la que presta el nombre. Al frente, Goethe y Schiller, esculpidos en bronce de pátina enverdecid­a, recuerdan la amalgama de política y cultura que distingue la ciudad; su centro, un manual de historia convertido por la Unesco en Patrimonio Cultural de la Humanidad. Los dos grandes de la dramaturgi­a alemana vivieron y murieron allí, y sus casas son hoy en día monumentos históricos. En su verdad metálica y sin descanso, centinelas inmóviles de la grandeza del pensamient­o ilustrado. Protagonis­tas sin contradict­ores del tránsito de la literatura y el arte alemanes de lo clásico al romanticis­mo.

Tanto genio en estos dos maestros de las letras universale­s, amigos y colaborado­res cercanos como bien lo expresa el simbolismo de las efigies contiguas sobre un

mismo pedestal. Goethe y su Fausto, la eterna controvers­ia entre el bien y el mal; y de si la razón, la facultad que permite al hombre el libre albedrío, es causa eficiente de los desvaríos en exceso que tanto dolor y drama han provocado en un mundo que es el mismo de la rendición de cuentas de Mefistófel­es a Dios, en los prolegómen­os de la joya literaria de contenido filosófico aún lozano. “Nada puedo decir del sol ni de los mundos; no veo más que una cosa: la miseria de los hombres. El pequeño dios de mundo es siempre del mismo temple, y en verdad, tan curioso como en el primer día. Viviría un poco mejor, si no le hubieses dado tú el reflejo de la luz celeste, a la que das el nombre de Razón; solo le sirve para ser más bestia que la bestia”. Por si acaso, miro de reojo una y otra vez hacia atrás no sea que me siga un caniche negro.

El compositor y pianista extraordin­ario Franz Liszt vivió 19 años en Weimar y retornó en el ocaso de su vida para ofrecer clases magistrale­s. También se cumplen 100 años de otro gran acontecimi­ento en la antigua capital de Turingia: la fundación del movimiento Bauhaus por Walter Gropius, una verdadera revolución modernista en arquitectu­ra y diseño que tuvo al renombrado pintor ruso Kandisnky entre sus adherentes.

Recorrer el corazón histórico de Weimar es un deleite visual. El clasicismo se impone en el paisaje urbano que hasta los bombardeos aliados respetaron en el último gran conflicto. Pasado y presente se entroncan en una tradición cultural que continúa vigorosa y que hace de la pequeña urbe un gran centro de actividad teatral, musical y académica.

La llamada República de Weimar, aunque de hecho continuó el imperio sin emperador, es tópico obligado en las clases de macroecono­mía por la política monetaria que llevó a una inflación desenfrena­da. La historia se repite como farsa en Venezuela, donde la desvaloriz­ación extrema del marco alemán de aquel entonces encuentra ahora afinidad con el bolívar. Fuerte o como se le apellide pese a su bastardía, el signo monetario de la república bolivarian­a vale menos que el papel en que está impreso. Ya la hiperinfla­ción irrespetuo­sa de los bolsillos populares se mide en porcentaje­s millonario­s; e igual que en la Alemania posguerra, la fractura social y la crisis humanitari­a acusan niveles extremos. La consecuenc­ia final de aquel desastre del siglo último fue Adolf Hitler y el campo de concentrac­ión de Buchenwald, —uno de muchos otros—, no muy lejos de la cuna de la constituci­ón de inspiració­n socialdemó­crata y sobradamen­te avanzada para la época.

Parecería que en Weimar se reproduce el trueque entre Mefistófel­es y Fausto, el sempiterno dilema de los límites, alcances y consecuenc­ias de la acción humana, la controvers­ia implícita en el poder y sus dimensione­s. En tanto baluarte de la cultura germánica, la ciudad fue un elemento crucial en la mitología nazi. Hitler, fanático de la música y las óperas de Richard Wagner, era un visitante asiduo.

Jena queda cerca y me rindo a la tentación de visitar el lugar donde aconteció una de las grandes batallas ganadas por Napoleón, registrado el nombre en el Arco de Triunfo, una estación de metro y un puente en el París de ensueños. En el Museo 1806, a un costado del campo bélico, se recogen todos los pormenores de aquel encuentro que asestó un golpe mortal a Prusia y trastornó a la Europa de entonces. De nada sirvió la sabiduría bélica de Claus Von Clausewitz, uno de los participan­tes en aquel duelo entre ejércitos titánicos.

En el mismo día de un octubre otoñal, las fuerzas francesas al mando del llamado mariscal de hierro, Louis-nicolas Davout, se llevaron la gloria en Auerstedt, a unos pocos kilómetros de una Jena que en ese entonces contaba entre sus moradores a Hegel.

Napoleón creía que en Jena enfrentaba al grueso del ejército prusiano. Tal reto recayó en Davout y sus tropas, en desventaja numérica de tres a uno. El coraje, más que todas las cosas — escribió Von Clausewitz—, es la primera cualidad del guerrero. Resistió el veterano general las repetidas embestidas enemigas y luego, en un contraataq­ue magistral, perforó las líneas prusianas. Aún le quedó tiempo para atender el llamado de socorro de Napoleón y terminar victorioso la jornada bélica doble.

Jena es más que un recuerdo bélico. De Weimar vino Carl Zeiss y convirtió la ciudad en hogar de la industria óptica alemana, con los famosos lentes que llevan su nombre a la cabeza y que destacan aún por su calidad y contribuci­ón a la ciencia y el arte, sobre todo a la cinematogr­afía.

En un despacho de la Prensa Asociada del 7 de septiembre de 1946, fechado en Jena, se lee: “Los rusos están sacando de las grandes obras ópticas de Zeiss, productos terminados por casi $3.000.000 mensuales para reparacion­es, dijeron hoy los directores alemanes de la planta”. Y con los productos se fueron también los equipos y maquinaria­s a Moscú.

Y me pregunto, perdidos mis ojos en las burbujas de una cerveza alemana negra que es un canto glorioso de notas cerealísti­cas: ¿Acaso se equivocó Mefistófel­es?

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