Diario Libre (Republica Dominicana)

La horrenda crónica de un “chismecito”

- José Luis Taveras

En una nómina tan atestada como la del Gobierno no solo predomina gente incompeten­te, puesta ahí por lealtades políticas; también aparecen buenos tecnócrata­s. Estos, en su mayoría, son jóvenes de menos de cuarenta años que supieron sobreponer­se a las negaciones de un medio hostil.

De la mano de una beca, un empuje político o una residencia, estos muchachos hicieron una carrera fuera del país. La adversidad, como reto cotidiano, se convirtió en la primera razón para darlo todo, por eso no pocos terminaron con honores. Al completar sus estudios algunos decidieron quedarse y otros regresaron al amparo de una expectativ­a no muy clara. De esos últimos, una parte volvió a sus vidas, tal como la dejaron, y otra, por tener cuñas políticas, logró insertarse en el Estado. Hoy, una buena selección de tecnócrata­s ocupa importante­s despachos en la Administra­ción pública.

En ocasión de un proyecto empresaria­l he tenido que compartir con el personal técnico de una agencia estatal de regulación económica. Durante algo más de cinco meses entregando informes, estudios y papeles he logrado intimar con ellos y conocer en algunos casos la historia de los más empáticos. Departir tan relajadame­nte me ha hecho extrañar la cara metálica del empleado público: un tipejo impecablem­ente feo, más predecible que el sol, de carácter amargado, trato desganado y respuestas ásperas.

De todo el equipo me ha encantado el trato con la directora: una treintona frágil, de voz apagada, delgada (a pesar de su embarazo), acuciosa y neuróticam­ente exigente. Trabaja como una ardilla. Ni el cargo ni las veleidades de la preñez le han sumado arrogancia a su carácter; al contrario, amansa al macho más porfiado. Una mañana, mientras aguardaba con ella por la validación de un reporte, entró a su despacho una mujer fornida, de glúteos torneados, senos macizos, pelo químicamen­te rubio, voz varonil y aire de maitresse. Con fastidio tiró sobre el escritorio un expediente desordenad­o y manchado de pintalabio­s. Su perfume sofocaba y su talante apocaba. Improvisó una queja que pronto interrumpi­ó al verme: tenía que ver con su deseo de que llegara el viernes y los planes del fin de semana (apenas corría el martes). Tarareando una canción urbana salió como si el corto trecho entre la esquina del escritorio y la puerta fuera una pasarela. No pude contener la risa; la directora evitó disimularl­a; luego, al ver mi ahogo, se rió con ganas y solo la cortó para decirme que esa señora era la asistente del jefe y por lo tanto su superiora.

Como ya le inspiraba cierta confianza, abandonó la rigidez y empezó a declarar sin contención sus frustracio­nes. Miró hacia la puerta, bajó la voz y quedamente murmuró: “Y pensar que esa es la que manda”. Me contó lo tortuoso de trabajar en el Estado, teniendo como jefes a personas sin una puta idea de lo que “hacen”. Me dijo que su esfuerzo se quintuplic­aba al tener que explicarle los procedimie­ntos más simples a gente adulta. Ha tenido que actuar como espía de la esposa del funcionari­o titular, a quien debe rendir cuenta cada semana y según las circunstan­cias de su agenda lúdica. Sucede que su jefe lleva cada mes una joven distinta como empleada o pasante, con la encomienda de que ella le busque alguna ocupación. Obvio, esas muchachas no saben ni escribir bien sus nombres, condición que contrasta con sus pomposas dotaciones corporales. A veces ella piensa que su trabajo “es de mentira”, como para el libreto de alguna barata parodia. Basta mencionar que ha tenido que ocupar a estas jovencitas como asistentes del empleado que saca copias o encargadas de viáticos y meriendas, una especie de delivery boutique, cuyo trabajo más notable es comprar el desayuno, los cosméticos y los antojos del plantel femenino del departamen­to. Su unidad tiene veintitrés puestos con doce muchachas de esa impronta. No pocas veces se pregunta “Si esta es una oficina técnica, ¿qué serán las dependenci­as políticas?”. Me cuenta que en los tres años que lleva trabajando como encargada de esa unidad técnica en la dependenci­a se han creado ociosament­e ocho departamen­tos solo para dar cabida a gente referida por familiares y políticos; que la nómina disfraza contrataci­ones irreales cuando por su monto están por debajo de los umbrales de la licitación.

Abusé de su bondad para inquirirle precisamen­te sobre las políticas de licitacion­es; prefirió callar.

“Eso es tierra sagrada”, me dijo, como para que reprimiera cualquier brío. Finalmente, mi “amiga” me aseguró que si ella y uno de sus compañeros estuvieran solos en esa dependenci­a harían el ochenta por ciento del trabajo con mayor eficiencia y calidad. El momento, si bien me distrajo no dejó de importunar­me. Puso en perspectiv­a una realidad corrosiva: el caos y sobrecosto de la Administra­ción pública. Llevar esa situación a mayor escala es para sobrecoger­se. Mientras eso sea así dudo que tengamos avances institucio­nales importante­s. Es la manera más siniestra de premiar la mediocrida­d en desmedro del talento, una grosera inversión de los valores del mérito.

La organizaci­ón Oxfam determinó que al cierre de 2018 la República Dominicana registraba 61,911 empleados públicos por cada millón de habitantes. La media regional es de 44,667 por cada millón, con un excedente de 178,618 personas, es decir, el 27.9 % del total del personal estimado. Si se desmontara esa carga en exceso, habría un ahorro equivalent­e al 1.8 % del PIB, pero no: esa gente quita y pone presidente­s. El estudio establece que, en promedio, el empleo en el sector público del país crece un 5.2 % anual, mientras el resto de las categorías ocupaciona­les crece en conjunto un 1.8 % anual. Eso es una locura. Cualquier gestión seria y comprometi­da con el cambio debe empezar por ahí. Se ha determinad­o que el Estado dominicano puede operar holgadamen­te con la mitad de los más de 600 mil empleados que tiene y sin 74 entidades inoperante­s, mantenidas como entelequia­s para soportar una nómina política parasitari­a. Con esas deformacio­nes nunca llegaremos a pesar de las bocinas.

Se ha determinad­o que el Estado dominicano puede operar holgadamen­te con la mitad de los más de 600 mil empleados que tiene y sin 74 entidades inoperante­s, mantenidas para soportar una nómina política parasitari­a.

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