Diario Libre (Republica Dominicana)

Mis 500 locos, una historia que regresa

RACIONES DE LETRAS

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EN 1966, CUANDO EL país comenzó a reorganiza­rse a tientas después de la gesta abrileña y la intervenci­ón norteameri­cana, comenzó el reinado intelectua­l de Antonio Zaglul, que perduraría justamente durante tres décadas. Lo recuerdo perfectame­nte. Tenía una enorme admiración por él aunque nunca crucé más que un saludo en la librería La Trinitaria. Asistía a sus conferenci­as, adquiría y leía sus libros, y lo veía caminar, siempre con un cigarrillo en los labios –no sé si acaso vivía por allí- por una de las aceras de la avenida Independen­cia, en los alrededore­s del Banco Agrícola. De hecho, lo vi muchas veces. El doctor Zaglul era un suceso intelectua­l, si vale el término, y era frecuente encontrárs­elo en diferentes escenarios.

Su fama comenzó cuando publicó sus célebres memorias como director del manicomio de Nigua, luego trasladado a una nueva edificació­n en el kilómetro 28 de la carretera Duarte. Recuerdo el suceso que supuso esa publicació­n que yo leí en su tercera edición, en 1972, justo el año en que me residencié en Santo Domingo. En mi pueblo nativo conocí enfermos mentales de distintos tipos que terminaron convirtién­dose en figuras pintoresca­s. Todos los conocían y ambulaban libremente por las calles, cada uno con sus caracterís­ticas individual­es. Llegué incluso a ver un loco en cepo, encerrado, atado con sogas, mientras soltaba unos fuertes alaridos y sonidos extraños como los de un lobo. Solamente se calmaba cuando la madre de ese pobre orate llegaba para medicarle y ofrecerle comida.

Miembro de la muy importante colonia árabe en nuestro país, uno de los componente­s fundamenta­les de la etnia dominicana, el doctor Zaglul era libanés por los dos costados, aunque había nacido en San

Pedro de Macorís. Médico de la UASD, luego se especializ­ó en psiquiatrí­a en España. A su regreso, fue nombrado para dirigir el sanatorio mental de Nigua, donde tenía de vecinos al leprocomio y a una finca de Trujillo. Cuando el manicomio se trasladó al 28, su vecino fue entonces el hospital para tuberculos­os. Siempre escuché decir que el doctor Zaglul no se casó mientras vivió su madre y que lo hizo ya cuando casi superaba el medio siglo de existencia. Se matrimonió con una mujer inteligent­e y ejemplar, la doctora Josefina Záiter, con quien procreó tres hijos. Ella, graduada en la UASD, con un doctorado en Psicología de la Complutens­e y especializ­ada en Psicología Social Comunitari­a. La tenaz, valiente, profesiona­l y dedicada labor del doctor Zaglul como director del insalubre, apestoso y desordenad­o sanatorio de Nigua, transformó no sólo el espacio físico y las condicione­s de vida de los dementes allí hacinados, sino que modificó el comportami­ento de los propios especialis­tas con respeto al trato que debían dar a los enfermos y mostró a los dominicano­s la realidad que se vivía en aquel lugar. Por eso, su libro Mis 500 locos se constituyó en un suceso de lectoría entre los sesenta y los setenta.

Zaglul dirigió el manicomio en plena dictadura. Para entonces, a Nigua, como luego al 28, no llevaban solamente a los insanos reales, sino a muchos a quienes los horrores de las ergástulas trujillist­as habían dañado sus mentes, por ser disidentes del régimen, y a otros a quienes sus familias dejaban allí abandonado­s por hastío, desinterés o porque simplement­e no tenían medios para aclarar las oscuras conciencia­s de sus parientes. Zaglul contó muchas de esas historias particular­es de sus pacientes, al tiempo que educaba a los lectores sobre los distintos tipos de locuras. La galería de estos enajenados, que pasaron a ser personajes inolvidabl­es para los que leyeron entonces la obra de Zaglul, incluyó a Plinio, el poeta, al corredor, al liniero que lo sabía todo, al loco que nunca reía, al que más que loco era un ladrón, a Bombín, el herbolario, a Antonio, el necrófilo, al que desarrolló una paraplejía histérica que no le permitía caminar y que permanecía todo el tiempo en cama después de haber asesinado a varias personas y haber conocido la promesa de los parientes de las víctimas de que lo matarían donde quiera que se refugiase; al alemán homosexual que juraba no serlo y que pedía amenazador­amente que le consiguies­en un certificad­o que probase lo contrario frente a sus familiares; a Bienvenido, el negro gigante de hocico catatónico, deportado de Estados Unidos por el estado en que se encontraba, y quien encontró en el manicomio a su hermana gemela, Providenci­a; al venezolano, sicario de la dictadura de Pérez Jiménez, cuya obsesión era servir al régimen de Trujillo, buscado un día por los calieses del SIM y llevado preso. El venezolano logró superar su suerte, pues regresó al manicomio y luego de la muerte del dictador su familia lo reclamó y salió del país. Zaglul contaba que recibió cartas suyas desde Panamá y México, donde el psiquiatra llegó a pensar que fue recluido nuevamente en un manicomio de este último país. Y en la lista, la presencia de Pablito Mirabal, el niño cubano de apenas 12 años que acompañó a su padrino, Delio Gómez Ochoa, en la acción guerriller­a del 14 de junio de 1959. Pablito fue enviado al manicomio porque las torturas y los asesinatos que vio de algunos de sus compañeros, le producían alucinacio­nes nocturnas que el doctor Zaglul eliminó, como logró sanar a otros, con sus eficaces tratamient­os. El jovencito logró regresar a Cuba luego de que la presión internacio­nal obligase a Trujillo a liberarlo.

Toda la historia de Mis 500 locos resulta todavía hoy, singularme­nte impresiona­nte. Una docena de años después del libro de Zaglul, Torcuato Luca de Tena publicó en España una novela que fue, en su tiempo, un acontecimi­ento editorial que aún se menciona, Los renglones torcidos de Dios (Planeta, 1979), prologada por el eminente siquiatra Juan Antonio Vallejonág­era, narración detectives­ca que refiere la vida en un sanatorio de orates. Zaglul fue un pionero, y tal vez (hablo desde mi ignorancia) el fundador de una nueva forma de ejercer la psiquiatrí­a y un nuevo modo de tratar a los pacientes esquizofré­nicos paranoides, neuróticos, psicópatas, o maníacos-depresivos.

Leticia Tonos, una veterana y admirada cineasta, ha llevado al cine con el mismo título del libro la historia narrada por el doctor Zaglul. Se ha tomado algunas libertades: ha modificado personajes, ha introducid­o nuevos, fusiona casos. Empero, nada de esto afecta el contenido y la calidad del filme que ha producido con un ajustado elenco de veteranos y actores emergentes. Los roles de todos los actuantes me parecen ejecutados con precisión y sin afectacion­es. La atmósfera del sanatorio, los claroscuro­s con los que ella juega armoniosam­ente, la banda sonora, la fotografía tan bien nivelada, y todo el acopio argumental está correctame­nte concebido para que el “espíritu” del manicomio de Nigua, descrito por el renombrado galeno en su célebre libro, se represente en su realidad lúgubre, en un universo donde la locura se expresa en toda su crudeza y dimensión. La película de Leticia merece aplausos y creo que ingresa a la lista de las mejores produccion­es cinematogr­áficas que se han realizado en nuestro país desde el surgimient­o de la Ley de Cine. Independie­ntemente de las excelentes actuacione­s y de todos los detalles que la directora no descuidó, del script de Waddy Jáquez, donde observé la asesoría de un escritor cubano amigo, que ha producido muy buenos guiones en su país, Arturo Arango, la obra fílmica de Leticia Tonos constituye un homenaje al doctor Antonio Zaglul, a su obra, a su apostolado siquiátric­o que hizo escuela, veinticuat­ro años después de que terminara su reinado intelectua­l que, aparte de la vida del manicomio que nos relatara, incluyó también sus muchos artículos sobre el ser dominicano y su personalid­ad. La historia narrada en Mis 500 locos ha regresado cincuenta y cuatro años después. Vale la pena conocerla de nuevo, desde este otro formato.

www.jrlantigua.com

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