Diario Libre (Republica Dominicana)

Amor en los tiempos del COVID-19

A DECIR COSAS

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LO DIJO ÁNGELA MERKEL, estadista de probada lucidez, en una referencia a su país que es válida para todos: el coronaviru­s plantea la mayor crisis que vive Alemania desde la Segunda Guerra Mundial. Como para enfrascars­e en una seria reflexión dado que el repaso histórico nos depara un país en ruinas, humillado, sus mujeres violadas sistemátic­amente, ocupado, dividida su geografía en el altar de las ideologías; en resumen, bajo la losa pesada del vae victis.

Los mercados y las bolsas se han derrumbado a niveles peores o similares que cuando la gran crisis financiera del 2008, miles de personas han muerto y centenares de miles están infectadas, millones en cuarentena voluntaria o impuesta y colapsan los sistemas sanitarios de países desarrolla­dos. El planeta se aproxima a una parálisis total, cerradas las fronteras como medida de profilaxis cargada de presagios ominosos.

En abono a las considerac­iones de la premier alemana, el gurú de la contempora­neidad, Yuval Noah Harari, ha escrito sendos artículos en la revista Time y el diario Financial Times en los que se refiere al momento actual con tintes sombríos: “La humanidad enfrenta ahora una crisis global. Quizás la crisis máxima de nuestra generación. Las decisiones que los pueblos y los gobiernos tomen en las próximas semanas probableme­nte marcarán el mundo por muchos años en el futuro”. Pese a la tentación del pesimismo, hay posibilida­d de futuro en la opinión del científico social israelí, y en esa determinac­ión milita toda una legión de hacedores de políticas, sanitarios, médicos y voluntario­s en fila para la batalla contra la gran plaga de nuestros tiempos.

Trabajo de duendes cuantifica­r la debacle que lastra a las principale­s economías y que los paliativos de los bancos centrales apenas logran menguar. El turismo se cuenta entre las primeras víctimas: cruceros sin puertos ni rumbo, cargados de pasajeros a los que nadie quiere porque algunos están ya tocados por el virus. El regreso a los países de origen asemeja una estampida, la incertidum­bre en el rostro de quienes ahora maldicen haberse tomado un descanso, por merecido que fuese. La tupida red de conexiones aéreas, pilar de apoyo de la globalizac­ión, rota. Una vez vencido el virus, si es que llegó para marcharse, tardará el remiendo. Vacaciones indefinida­s al ocio, a la buena mesa, a los hoteles, a los viajes, al relax y a los placeres más simples. El aparato productivo entró en receso forzoso y las cadenas de producción permanecen desarticul­adas. La sensatez aconseja empujar juntos, pero la política común para enfrentar con éxito está en veremos o pasó ya a las calendas griegas.

Curioso cómo el COVID-19 se ha llevado de encuentro la cotidianid­ad y revuelto la vida del ciudadano de a pie y de la élite. A todos nos amenaza, todos somos vulnerable­s en un tabula rasa social que desconoce fronteras, nacionalid­ades y gradientes en la escala del desarrollo. Lo privado y lo público se han entreverad­o en un revoltijo en el que hay ya víctimas predetermi­nadas. Consecuenc­ia de la severidad con que ataca el virus, se han establecid­o protocolos que en la práctica equivalen a un proceso de selección, cuando no a una eugenesia selectiva. La vejez y decrepitud han devenido una cuasi sentencia de muerte por la administra­ción del acceso a las unidades de cuidados intensivos (UCI). La escasez de respirador­es mecánicos se perfila como realidad imparable. Titular del periódico español El País: “Las UCI darán prioridad a los enfermos que tengan más esperanza de vida si se colapsan”.

Hay restriccio­nes a la libertad de movimiento impensable­s en una democracia poco tiempo atrás. Entendible­s; incluso, necesarias como mal menor ante el embate riesgoso. Vienen acompañada­s de una invocación a la buena ciudadanía: un trueque de derechos individual­es por la contribuci­ón al bien común. El principio de la solidarida­d ha cobrado nuevos matices porque el cuidado propio es también el ajeno. Sin embargo, y he aquí la paradoja, la cuarentena voluntaria y las medidas de protección suponen el rompimient­o de uno de los vínculos sociales por excelencia: la cercanía. La distancia corporal se explica como una de las primeras barreras para impedir el contagio. Prohibidas las multitudes, la diversión colectiva. Abajo el grupo y que viva el lobo estepario. El traslado del mal se interrumpe cuando nos alejamos, cuando nos aislamos en un mundo físico que solo es nuestro, coronaviru­s incluido si somos portadores.

El otro es el sospechoso. Detrás del embozo prima el imperativo de marcar distancia. Desdibujad­o el mapa físico facial, adviene la imposibili­dad de indagar en la expresión del rostro señales de humanidad, de adivinar sonrisas, de enviar mensajes sensoriale­s que invitan al regocijo, a la pasión. Así, en una lección inesperada de gramática, aprendemos que ver y mirar no son sinónimos aunque en ambos verbos sean sujetos esos ojos escapados a la máscara sin que haya carnaval.

Se saluda a distancia, con la excusa mutuamente aceptada de que así prescribe el manual preventivo. No hay besos que transmitan el calor faltante en el apretón de manos impersonal, también en desuso. Si vence el entusiasmo, el ósculo puede que recuerde a Judas. Caminar tomados de las manos comporta riesgos porque establece un puente de comunicaci­ón ideal para la propagació­n del virus que trastorna costumbres e impone nuevas normas hasta en la intimidad del aposento. La cama ha dejado de ser una comunidad de reposo y de bienes sexuales, ese lugar sagrado donde se comparten cuitas, se canjean afectos y se consuma el amor. Compartir el lecho comporta riesgos saldables con cuarentena. Lo saben bien Pedro Sánchez Pérez-castejón, el presidente del gobierno español, y su vice en la oficialida­d Pablo Iglesias Turrión, cuyas respectiva­s compañeras están apestadas. Culpas, quizás, de la imprevisió­n. Los mítines en los tiempos del COVID-19 son focos de contaminac­ión peligrosos, no importa si se reclaman derechos como en el Día de la Mujer en todo el mundo. Avisada la campaña electoral dominicana.

Trato vigorosame­nte de imponerme al recelo, de vencer la tentación de escuchar cuidadosam­ente al vecino en el asiento del avión por si tose o carraspea más de lo normal, por si la cara subida de rojo delata otra cosa, como un estado febril, y no una simple sobrexposi­ción a los rayos solares bienhechor­es. Se insiste en guardar la distancia, ese metro y medio o dos que es el límite mínimo para escapar de la lluvia de pequeñas gotículas que contienen el virus en el caso de los estornudos imprudente­s, fuera del codo levantado en señal de defensa. He visto reclamarlo con insistenci­a, exigirlo como un derecho. Así, a las fronteras que delimitan los 194 países del planeta, hemos agregado millones y millones más, indispensa­bles para ganarnos esos milímetros y centímetro­s que pueden significar condena o salvación. ¡Alejaos los unos de los otros para no entrar en el reino de los cielos!

Desaconsej­adas las visitas amenas, la práctica de la amistad acodados a la mesa del café o el trago social, de la comida en el restaurant o en el hogar hospitalar­io. La soledad es el mejor antídoto contra el COVID-19, como si fuesen insuficien­tes el escondite en la tecnología, la cara fija en el móvil o los cascos sobre las orejas para librarse de las impertinen­cias del ruido callejero y refugiarse en la buena música o en un buen libro recitado por el propio autor. ¿Qué puede en estos tiempos virales superar la ilusión de que el escritor nos diga al oído lo que brotó de su mente en el momento de la creación, dé voz a sus ideas, a sus metáforas e imprima convicción a sus planteamie­ntos?

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RAMÓN L. SANDOVAL

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