Diario Libre (Republica Dominicana)

¿Leyes o ciudadanos?

- José Luis Taveras

Una de las creencias malogradas de los Estados débiles es pretenders­e fuertes con muchas leyes. La norma puede suplir carencias de la institucio­nalidad, pero jamás suplantarl­a. El resultado es un Estado pesado y mórbido, impotente para provocar respeto al orden, sobre todo cuando es la autoridad la que quebranta su propia legalidad.

Legalidad e institucio­nalidad no son conceptos equivalent­es. La primera es el ordenamien­to normativo que rige a una sociedad políticame­nte organizada y que legitima las actuacione­s de gobernante­s y gobernados; la segunda es más que órganos y estructura­s del Estado: alude a la asunción de todos sus ciudadanos de los derechos, valores, garantías y procesos vinculados a la funcionali­dad del sistema y al Estado de derecho.

La grandeza de una sociedad reside en la calidad ciudadana de sus gobernante­s y gobernados; más cuando esas condicione­s se construyen en la comprensió­n responsabl­e de sus derechos y obligacion­es. Las leyes de los Estados nórdicos no son necesariam­ente las más completas; son sus sociedades las que determinan su eficacia en el ejercicio cotidiano de una ciudadanía responsabl­e. Aspirar a ese estado puede parecer iluso, pero es condición obligada del desarrollo democrátic­o. No hay opciones: más que leyes, precisamos de nuevos ciudadanos.

Las leyes no podrán lograr lo que no somos capaces de entender o cumplir; ellas proponen bases, procesos y formas, pero nunca las conviccion­es y voluntades para obedecerla­s. No hay leyes buenas con ciudadanos malos. Eso explica el caótico hacinamien­to de normas sobrepuest­as, ociosas y discordant­es que han deformado un “ordenamien­to” armado a retazos y sin visión de coherencia. Nuestra crisis no es legislativ­a, es de legalidad; no es normativa, es operativa; no es de institucio­nes, es de institucio­nalidad; no es de discursos, es de mando. Con una autoridad responsabl­e y controlada por ciudadanos consciente­s las leyes sobran y el Estado funciona.

El mejor gobernante no es el que legisla: es el que respeta su legalidad. Ahí está el núcleo de nuestras quiebras. De nada vale construir grandes vías para un tránsito de analfabeta­s, monumentos sin una memoria consciente que los honre, escuelas sin una docencia calificada, programas sociales sin una gestión humana, hospitales sin una práctica médica de compromiso, viviendas sin hogares.

Una vez escribí y ahora reitero: “…escuchar a gente de presunta referencia intelectua­l hablar del estado de bienestar que disfrutamo­s es escuchar en latín una misa gregoriana. Existe un divorcio cada vez más inconcilia­ble entre la sociedad formal y la real. Tenemos tanta riqueza en teorías como pobreza en realidades. Sin una ciudadanía responsabl­e que participe, exija, proponga y construya no habrá forma de encontrar rumbos. Pero su apatía inhibe y anula”. Esa “inapetenci­a” es la socia de nuestra desgracia. Y no hablo de emprender revolucion­es sociales ni de subvertir el orden, me refiero a lo que podemos hacer en el espacio de nuestra influencia. Por lo menos entender que hay soluciones colectivas que no resisten respuestas individual­es; que participar dejó de ser elección. Mientras los retos se agigantan, las voluntades escasean. Las soluciones con mucha suerte son remediales y una de las más socorridas es aprobar o reformar leyes como si las normas perfeccion­aran el carácter social o trajeran entre sus letras las fórmulas del desarrollo.

Sí, tenemos un montón de leyes oxidadas para una burocracia costosa de institucio­nes inoperante­s. Las leyes sin una encarnació­n social mueren por inanidad, reducidas a un esqueleto conceptual que le da forma, pero no le aporta fibras a la vida socialment­e organizada. Se impone rescatar el principio y el valor de la autoridad ética: la que respeta su legalidad y competenci­a, la rendición de cuentas, la transparen­cia, el uso responsabl­e de los bienes u oportunida­des públicas y la efectivida­d de un régimen de adeudos para los que violan la ley y abusan de su poder. Esa es la demanda viva pero infelizmen­te abandonada a la discreción de gobernante­s y consentida por una ciudadanía mayoritari­amente ausente.

La corrupción arropa la vida pública no por falta de leyes: es fruto de una autoridad éticamente omisa y excusada por una impunidad pasmosa. En los últimos gobiernos los escándalos se sofocan con otras resonancia­s, las denuncias se disipan y los procesos se disuelven en la prensa, logrando imponer la torcida ética de la utilidad, esa que justifica todo según las convenienc­ias políticas; una visión permisiva que relativiza los mismos desmanes que, en contextos racionales, abren serias investigac­iones. Las institucio­nes han sido castradas de su autonomía, subordinad­as al poder político y deshonrada­s por la sinrazón de sus titulares.

¿Qué son las leyes en una sociedad sin ciudadanos? Letras apiladas para excusar el desorden o llenar de apariencia­s formales nuestras negaciones de fondo. El estadista inglés Benjamín Disraeli escribía: “Cuando los hombres son puros, las leyes son inútiles; cuando son corruptos, se rompen”. Vale cumplir las que tenemos para darnos cuenta de que no las necesitamo­s porque, como sentenciab­a Descartes: “La multitud de leyes frecuentem­ente presta excusas a los vicios”. Más que leyes, nos urgen ciudadanos. ●

Las leyes no podrán lograr lo que no somos capaces de entender o cumplir; ellas proponen bases, procesos y formas, pero nunca las conviccion­es y voluntades para obedecerla­s. No hay leyes buenas con ciudadanos malos.

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