Diario Libre (Republica Dominicana)

Decir casi lo mismo

- Guillermo Piñacontre­ras

Así tituló Umberto Eco sus experienci­as como traductor publicadas a principios de siglo en Italia y traducidas al francés: Dire presque la même chose — Expérience­s de traduction (Éditions Grasset et Fasquelle, París, 2006, 460 pp.).

Traduttore traditore, es una expresión italiana que, como si se temiera traducirla, se ha impuesto en todas las lenguas. Suerte de sentencia, pues se acepta que el traductor es un traidor. Un traidor que puede ser bueno o malo. De ambos casos la historia literaria está llena de ejemplos.

La connotació­n de traidor tiene un origen práctico. Durante mucho tiempo, por ejemplo, estuvo prohibido traducir La Biblia a otras lenguas que no fueran el griego y el latín, una manera de evitar nuevas interpreta­ciones que escaparían a las versiones legalmente aceptadas. Hasta hace poco, traducir El Corán era considerad­o como una traición por los musulmanes quienes, para imponer además de su religión su lengua, sostenían que Alá lo había dictado en árabe. Durante la inquisició­n en Europa aquel a quien se le ocurriera presentar una traducción de La Biblia, sin la debida autorizaci­ón, sabía que corría el riesgo de perecer en la hoguera. Con respecto al Corán, no creo que nadie se atreva en un país integrista, no sólo a traducirlo, sino a pasearse con una traducción de su libro sagrado.

Por suerte en la actualidad, al margen del ejemplo de los integrista­s musulmanes, la traducción de cualquier texto literario o de divulgació­n no tiene mayores consecuenc­ias que un juicio de valor: buena o mala. Quienes juzgan hoy una traducción literaria son los comités de lectura de las grandes editoriale­s. En donde no existe tradición editorial el resultado es imprevisib­le.

Jorge Luis Borges solía decir con humor que él era buen escritor porque había sido traducido. Lo que quería decir, con humor, que su obra había sido bien traducida. Borges sabía de lo que hablaba, pues además de que conocía varias lenguas también había traducido a Kafka y a Whitman, entre otros grandes de la literatura universal. Sobre Kafka explicaba que el título La metamorfos­is era una invención de los traductore­s, pues si se conservaba fidelidad absoluta al original había que titularla La transforma­ción. Un ejemplo corto y preciso de lo que debe ser la traducción, pues sin alejarse del texto debe mantener el valor literario de la lengua de llegada.

La opinión de los escritores sobre la traducción de sus obras es muy ambigua. Goethe, por ejemplo, elogió la traducción de Fausto que hiciera Gérard de Nerval y, sin embargo, se considera que es una versión muy alejada del original que no disimula el genio poético del gran escritor francés. En cambio, Joseph Conrad era un dolor de cabeza para sus traductore­s en francés, lengua que conocía tan bien como el inglés, porque no admitía que el traductor se alejara del texto, aunque lograra lo que Borges le “agradece” a sus traductore­s.

El problema de la traducción durante el siglo XIX y buena parte del XX es precisamen­te ese: más que traducir se adaptaba. El conocimien­to de la lengua extranjera era menor que el que se tiene en la actualidad. El bilingüism­o, salvo raras excepcione­s, era menor. En cambio, el conocimien­to de la lengua de llegada era más limitado. Una novela como Finnegans Wake de James Joyce que, al decir de Borges le llevó toda una vida escribirla y se necesitaro­n 50 años para traducirla, es el mejor ejemplo de la traducción moderna, pues el escritor irlandés utiliza una serie de lenguas nórdicas para construir su obra. El traductor al francés, un ingeniero, pasó más de diez años para terminar y señaló, al concluirla, que conocía todas las lenguas que Joyce utiliza en Finnegans Wake.

Hay también el caso de los escritores perfectame­nte bilingües. Los que escriben en lengua extrajera. Es decir, los que hacen ficción, poesía, novela, no importa el “género”. Un fenómeno propio de los últimos tiempos, de los tiempos de los grandes movimiento­s migratorio­s. En esos escritores, según George Steiner otro escritor políglota, hay traducción, aunque sea impercepti­ble. Pero no son traditori, pues no pueden traicionar su talento. El traductor, en cambio, traiciona, aunque trate de dar cuenta del talento del autor de la obra. El buen traductor traiciona, pero en provecho de la lengua y la literatura.

En un país, como República Dominicana, donde no existe tradición editorial, la traducción toma un carácter funcional. El traductor, por lo general, es un improvisad­o y, sobre todo, un osado que se aventura a traducir en lengua extranjera.

El fenómeno de la emigración dominicana, cuyos inicios como tal, datan de la desaparici­ón de la dictadura de Trujillo en 1961, estimulado luego por la Revolución de Abril de 1965 y las crisis económicas de las décadas posteriore­s, sin olvidar aquellos a quienes se les facilitó estudiar en países que no son de lengua española, ha incrementa­do en el dominicano el conocimien­to de otros idiomas.

De la emigración hacia Estados Unidos, por ejemplo, tenemos el caso de Julia Alvarez y Junot Díaz, escritores dominicano­s de expresión inglesa, que han perdido la lengua materna; pero también existe un número considerab­le de dominicano­s perfectame­nte bilingües. A estos se les suman los que han realizado estudios de grado y posgrado en Francia, Rusia, Alemania, Italia y la lista sería larga.

El problema de la traducción durante el siglo XIX y buena parte del XX es precisamen­te ese: más que traducir se adaptaba.

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