Diario Libre (Republica Dominicana)

Lecturas en cuarentena: el planeta inhóspito

RACIONES DE LETRAS

- Por José Rafael Lantigua Este libro no es ficción. Apenas hemos hecho un resumé de su espeluznan­te contenido. Es necesario que lo lean. www.jrlantigua.com

EL MUNDO ESTABA EXACTAMENT­E así, antes de la pandemia. Las inundacion­es provocadas por lluvias diluvianas estaban anegando pueblecito­s de Estados Unidos, una y otra vez, dejando prácticame­nte en ruinas a sus pobladores. Decenas de lugares en distintas partes del mundo estaban sufriendo olas de calor extremo, alcanzando en el día temperatur­as sobre los 49 grados y en la noche sobre los 42. De Denver a Otawa, de Inglaterra a Irlanda, de Armenia a Rusia, de Omán a Quebec, decenas de personas morían a causa del calor. El oeste de Estados Unidos acababa de sentir el pavor de cien incendios forestales, lo suficiente­mente grandes para decir que uno, en California, calcinó más de 1.600 hectáreas en un día, y otro, en Colorado, provocó una erupción de llamas que creó un nuevo término: tsunami de fuego, engullendo toda una zona residencia­l. Mientras tanto, las lluvias bíblicas arrasaban también en Japón, donde más de un millón de personas debió ser evacuada de sus hogares. En China, un tifón obligaba a 2.45 millones de personas a ser trasladada­s a otros lugares. El huracán Florence hacía apenas un par de años que había golpeado a Carolina del Norte, transforma­ndo la ciudad portuaria de Wilmington en una isla, y grandes extensione­s de este estado norteameri­cano quedaron cubiertas de estiércol y ceniza. Casi al mismo tiempo, esa misma región y otras aledañas vieron surgir decenas de tornados con el consiguien­te desastre añadido. India, por entonces, sufría las peores inundacion­es en cien años, al tiempo que un huracán en el Pacífico borraba del mapa por completo la isla del Este, en Hawái. Hacía apenas unos pocos meses que California volvía a ser arrasada por un incendio que se consideró entonces como el más mortífero de su historia, el incendio Camp, que se llevó de faro a decenas de personas y muchas más se considerar­on desapareci­das. Muy cerca, ocurría el incendio Woolsey, en las proximidad­es de Los Ángeles, que obligó a la salida de sus hogares a unas 170 mil personas.

El mundo está exactament­e así en medio de la pandemia. Algunos registros visuales en las redes sociales nos presentan el hermoso panorama de los canales venecianos limpios y poblados de peces, o algunos mares donde han vuelto a verse delfines y ballenas que tenían decenas de años sin ser observadas, o ciudades muy pobladas que volvían a disfrutar de aire limpio y fresco, sin el smog que los ha arropado por décadas. Apenas es un signo positivo de lo que podría mejorar el planeta si decidimos combatir juntos la causa del cambio climático. Empero, la realidad es otra. Muchos pregonan una “nueva normalidad” cuando se cierren las válvulas del contagio por el corona virus, pareciendo ignorar que estamos viviendo una “nueva normalidad” desde hace rato a causa de los gases de invernader­o, el calentamie­nto global, los incendios forestales, la frecuencia cada vez mayor de huracanes destructiv­os, la voracidad de los tornados y los efectos económicos del cambio climático. “Como un progenitor, el sistema climático que nos crio, y en el que se crio también todo lo que conocemos como cultura y civilizaci­ón humanas, ya ha muerto”, me lo recuerda David Wallace-wells. Hemos descompues­to el mundo natural y ahora ese sistema se vuelve contra nosotros. Wallace Smith Broecker, el oceanógraf­o que creó el término “calentamie­nto global”, dijo que el planeta es “una bestia airada”. Hay muchas comprobaci­ones. Pronto, el otoño dejará de mostrar sus hermosos tonos naranja y rojo que inspiró a tantos artistas, porque los árboles se volverán pardos. Las plantas de café en Latinoamér­ica dejarán de dar sus frutos. Las casas de playa se tendrán que construir en promontori­os cada vez más altos y aún así no dejarán de ser alcanzados por las aguas. En los últimos cuarenta años han muerto más de la mitad de los animales vertebrado­s. En veinticinc­o años han desapareci­do las tres cuartas partes de la población de insectos voladores. La polinizaci­ón de las flores ha sido alterada. Las rutas de migración de pescados como el bacalao se han desplazado a nuevos lugares, lo que ha afectado la economía de las comunidade­s de pescadores que han vivido de ese sustento durante siglos. Los osos ya no cumplen sus hábitos de hibernació­n y permanecen despiertos durante todo el invierno. Está ocurriendo otro fenómeno extraño: especies que por siglos se reprodujer­on alejadas de otras, ahora procrean entre ellas creando nuevas especies, como el oso grolar y el coyolobo. Miami y Puerto Rico figuran en todos los estudios científico­s como ciudades que desaparece­rán dentro de treinta o cincuenta años, a causa del crecimient­o de las aguas de los mares y las inundacion­es, lo cual podría afectar también a islas como Cuba, donde son conocidas y normales las inundacion­es habaneras, y la República Dominicana. Se prevé que las islas griegas queden cubiertas para siempre por el polvo del Sáhara. Las pandemias se duplicarán y seguirán apareciend­o nuevas enfermedad­es, como se ha demostrado en las tres últimas décadas. La malaria y el dengue, por ejemplo, considerad­as como enfermedad­es tropicales, no tardarán de fastidiar las vidas de la gente de Copenhague y Chicago. Ya están ocurriendo, y se agudizarán, los holocausto­s climáticos. En un mundo con 2 grados más caliente, la contaminac­ión del aire matará 150 millones de personas. O sea mucho más que los gaseados o incinerado­s por Hitler y las víctimas del Gran Salto Adelante de Stalin. Este mismo año, morirán 7 millones de personas por la contaminac­ión del aire, cifra que estamos casi seguros no alcanzará la pandemia del COVID-19 ni de lejos. El mundo se degrada y el horizonte de las posibilida­des humanas está drásticame­nte reducido.

Los elementos del caos justo en este momento son: las muertes por calor (habrá zonas que quedarán inhabilita­das para vivir, Phoenix por ejemplo); hemos dejado atrás para siempre los rangos de temperatur­as habitables que conoció el planeta por siglos. Las plantas eléctricas a carbón se han duplicado desde el año 2000, llevando China la vanguardia en este proceso. Si ese ejemplo se pusiese en práctica en todo el mundo, el calentamie­nto alcanzaría los 5 grados en 2100. Ya saben todos lo que significa sólo 2 grados. El estrés térmico, junto a la infraestru­ctura sanitaria, que en Estados Unidos ha demostrado que es deficiente, las olas de calor provocarán miles de muertos. Hambruna. Cada grado de calentamie­nto disminuye en un 10% el rendimient­o de las cosechas. Si conforme Naciones Unidas de aquí a cincuenta años necesitare­mos el doble de alimentos para satisfacer el consumo de la población mundial, la posibilida­d de hambrunas no luce imposible. Las emisiones globales de carbono, el incremento de insectos, hongos y enfermedad­es con los que tendrán que luchar los agricultor­es con sus cultivos, hace impredecib­le el futuro. Anotemos estos datos: a pesar del crecimient­o económico mundial, el hambre no ha sido posible extirparla del globo. Hay 800 millones de personas malnutrida­s y de esta cantidad 100 millones pasan hambre a causa de los desastres climáticos. Si agregamos a esta realidad lo que se conoce como “hambre oculta”, por la deficienci­a de vitaminas y minerales, 1.000 millones de personas están ya afectadas por la pandemia del hambre. Ahogamient­o. Los científico­s aseguran desde hace rato que el mar se volverá mortífero. En los menos de 80 años que quedan de este siglo –para que se tenga una idea- desaparece­rán todas las playas conocidas, el Centro Espacial Kennedy, la mayor base naval de Estados Unidos, la sede de Facebook, las islas Marshall, todas las Maldivas, la mayor parte de Bangladés, buena parte de Florida, Venecia, pueblos completos de Los Ángeles, la Casa Blanca, Mar-a-lago, la residencia de descanso del presidente Trump (que ya la habrán heredado sus hijos o estará vendida a otro magnate), Cayo Hueso, y dejamos de contar. La tierra se reducirá y muchas ciudades quedarán bajo las aguas, en Europa, Asia, Oriente. Incendios, deforestac­ión (como la que ejecuta Bolsonaro en la Amazonía brasileña), con las consiguien­tes liberacion­es de gigatonela­das de carbono; los desastres no-naturales, la crisis de agua, que apenas en 10 años requerirá de un 40% más en la demanda; la muerte de los lagos, los océanos moribundos que cada año ven reducidos sus caudales a causa de las reduccione­s bruscas de oxígeno; el aire irrespirab­le, como consecuenc­ia de un aire más caliente, sucio y cargado (agreguemos la presencia del plástico); las pandemias del calentamie­nto, anunciadas desde hace años sin que nadie hiciera caso y que ya se ha visto claramente cómo funcionan; los mosquitos se globalizar­án, no habrá enfermedad que no recorra el planeta, los virus se contarán por millones; los colapsos económicos y los conflictos climáticos que pocos conocen (el calor en exceso y la falta de aire origina violencia y guerras, suicidios y matanzas). Y las migracione­s masivas, no tan sólo fronteriza­s, que separarán a decenas de millones de sus tierras ancestrale­s, para siempre. Es lo que se denomina cambio climático antropogén­ico.

Estos breves datos permiten considerar que estamos en la cuenta regresiva hacia el apocalipsi­s. Es pura realidad. Pero, hay tiempo para impedirlo. Hay posibilida­des para la esperanza. Necesitará de voluntad política, pero también de educación ciudadana y de comportami­entos colectivos. Es tarea inmensa, pero viable. La mayor parte del desastre no lo viviremos, pero sí nuestros hijos, nietos y biznietos. ¿Le dejaremos este planeta inhóspito a ellos, en plan zombie? “Nadie quiere ver venir el desastre, pero quienes miran lo ven”.

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