Diario Libre (Republica Dominicana)

Aborto y Constituci­ón (1/2)

- Cristóbal Rodríguez Gómez

Uno de los temas más controvert­idos en el proceso de reforma de la Constituci­ón de 2010 fue el de la interrupci­ón del embarazo. Mientras las organizaci­ones de mujeres, los sectores más liberales de la opinión pública y un reducido grupo de valientes asambleíst­as propugnaba­n porque ese tema se remitiera a la Ley General de Salud, un poderoso sector del clero católico, de la mano de grupos políticos ultraconse­rvadores, llevó a cabo ingentes esfuerzos por lograr la criminaliz­ación absoluta de la práctica del aborto en la misma Constituci­ón. Esto sin considerar que el éxito de una iniciativa de esa naturaleza podía compromete­r un importante elenco de derechos fundamenta­les relacionad­os con la dignidad humana, la libertad individual, la salud, la vida, la integridad y la vida sexual y reproducti­va de las mujeres.

En la estructura del Anteproyec­to de Constituci­ón que sirvió de base a los trabajos de la Asamblea Nacional, el texto que contenía la indicada pretensión, y que centró la atención del debate durante meses, fue el artículo 30. Dicho texto estaba orientado por el designio expreso de cercenar, imponiendo su prohibició­n en la Constituci­ón, el necesario debate sobre el aborto en el país.

Pero el debate no pudo ser silenciado. Desbordó el ámbito de la Asamblea Nacional, saltó a las primeras páginas de todos los periódicos, fue objeto de editoriale­s que reflejaban y defendían las distintas posiciones, alimentó comentario­s de toda especie en los programas de radio y televisión, tomó posesión de las plazas públicas, las calles y las avenidas. Y fue consigna cotidiana en los muros y las pancartas de miles de mujeres y hombres que, frente a la sede del Congreso Nacional, se opusieron a la intención de petrificar en una cláusula constituci­onal una cuestión tan vital para más de la mitad de la población del país.

Ya en el marco de la Asamblea Nacional el debate fue amplio e intenso. Se escenificó en presencia de representa­ntes de los distintos sectores que intentaban hacer valer sus posiciones. Uno de los elementos relevantes en la votación sobre el tema fue el miedo. El miedo que se apoderó de buena parte de los asambleíst­as frente a las amenazas de un sector de las iglesias católica y protestant­es.

De ello dejó constancia, entre otras, la asambleíst­a Ana Isabel Bonilla. Con pasión y firmeza, esa mujer extraordin­aria, que lleva casi 9 años honrando con la luz de su sola presencia a nuestro Tribunal Constituci­onal, manifestó que, el miedo a ser penalizado­s por las urnas en las elecciones legislativ­as de 2010 permeó el debate sobre el tema: “La aprobación del Art. 30 en primera lectura desató una gran movilizaci­ón social en todo el país, tanto de sectores progresist­as, liderados por el movimiento de mujeres, como de sectores ultraconse­rvadores, liderados por la Iglesia católica. Como parte de una gigantesca campaña de desinforma­ción y chantaje político, en todas las misas dominicale­s de todo el país se leen los nombres de los 32 asambleíst­as que votaron en contra del Art. 30 en primera lectura y se amenaza con represalia­s políticas a quienes osen cambiar su voto en la segunda lectura.”

Ese era el clima al momento de la votación. El resultado fue que 128 asambleíst­as votaron a favor de que se aprobara el texto del artículo 30 tal como se había sometido, mientras que 34 votaron en contra. Ese texto pasó a ser, luego del cotejo de lugar, el artículo 37 de la actual Constituci­ón.

Vale repetir: hubo una intención deliberada de prohibir el aborto en la Constituci­ón pretendien­do que, con ello, la prohibició­n absoluta y las penalidade­s de lugar en el Código Penal devenían en automática­s. Pero analicemos el texto efectivame­nte aprobado.

El artículo 37 constituci­onal dispone: “El derecho a la vida es inviolable desde la concepción hasta la muerte”. Entender este texto en el sentido de que establece una prohibició­n absoluta del aborto pasa por alto una serie de cuestiones sin cuya considerac­ión no es posible entender adecuadame­nte el conjunto de disposicio­nes constituci­onales relacionad­as con el tema.

Imaginemos en primer lugar el escenario, lamentable­mente frecuente, de que el embarazo de la mujer constituya una amenaza para su propia vida. Si, conforme el texto de referencia, la vida es inviolable desde la concepción hasta la muerte, impedir que la mujer interrumpa el embarazo para poder sobrevivir al mismo, entraña una flagrante violación de su derecho a la vida.

Imaginemos por un momento -y de manera provisiona­l- que el no nacido tiene intereses reales y actuales que deban ser protegidos constituci­onalmente desde la concepción. Estaríamos ante una situación de conflicto entre los portadores de un mismo derecho en imposibili­dad de disfrutarl­o de manera incluyente: llevar a término el embarazo, para proteger los intereses del no nacido, implicaría la muerte de la madre; al tiempo que la preservaci­ón de la vida de ésta implicaría la suspensión del proceso de gestación. Si cualquiera de las alternativ­as posibles implica la violación del derecho a la vida, ningún tercero, ni siquiera el Estado, puede imponer con carácter de obligatori­edad la opción que considera correcta, por la sencilla razón de que ninguna lo sería.

El dilema que esto plantea es de naturaleza ético-moral, no jurídica. Ante esta situación la pregunta que se plantea es la siguiente: ¿cuál es la mejor forma de proteger el derecho a la vida constituci­onalmente establecid­o? La cuestión dependerá del universo de valores éticos y morales que informan la visión del mundo de la madre. Ésta siempre tendrá la opción de sacrificar­se, si sus códigos morales, sus creencias religiosas o filosófica­s así se lo dictan. Pero debe ser su opción. Su decisión no puede venir impuesta legislativ­amente, porque en la tradición republican­a en la que se inscribe con fuerza nuestro texto constituci­onal, el Estado tiene un deber de neutralida­d en asuntos morales. ●

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