Diario Libre (Republica Dominicana)

Los notables contratist­as

- José Luis Taveras alter ego, modus operandi

El esquema de sus operacione­s propone pocas innovacion­es: responde al mismo formato desde los tiempos de Balaguer; lo que ha cambiado es el irrespeto a las cifras. Hoy emerge como una casta poderosa fraguada en la economía del poder. Son los grandes contratist­as del Estado: ricos de primera generación y con influencia­s sobradas en todos los gobiernos. Algunos no alcanzan ni los sesenta años y ya le dan portada a Forbes, tutean a los gobernante­s y mandan al carajo a los funcionari­os.

Hace apenas tres decenios eran muchachos de vida anodina, teóricos izquierdos­os o activistas corrientes; hoy explotan fortunas obscenas. Su negocio es el Estado. Son pupilos de todos los gobiernos y no precisamen­te por su responsabi­lidad social, sino por la concentrac­ión oligopólic­a de activos estratégic­os, por sus dominios del poder, por el control de medios de comunicaci­ón, pero sobre todo por sus inversione­s electorale­s. Una vez instalados en el Gobierno, los beneficiar­ios de sus “donaciones”, convertido­s en presidente­s, reciben en contrapart­ida las temerarias facturas que centuplica­n por miles sus aportes. El negocio es redondo y lo paga el Estado con los tributos de todos.

Los operadores de las grandes contrataci­ones del Estado constituye­n la clase económica de mayor rotación social en la historia dominicana y gozan de la indemnidad que les aporta la condición de “empresario­s” en una sociedad que a diario condena la corrupción de los políticos en tanto exculpa a los empresario­s, asumidos como santuarios de su devoción social.

Escasean los suspiros para admirarlos, ya que el mérito de esos contratist­as no es precisamen­te el balance más notable de sus carreras; más bien la acrobática destreza para burlar las contrataci­ones públicas. Más que emprendimi­entos, sus negocios son oportunism­os premiados. Tampoco hay que hacer diseccione­s forenses para descubrir los patrones de fraude que articulan sus operacione­s: tramas reconocida­s como marcas en nuestra vieja cultura de corrupción pública. Las hay de todo tipo; tantas, que contratist­as de tradición en el negocio político de las licitacion­es las tienen prefabrica­das. ¡Pan comido!

El modelo más exitoso de enriquecim­iento a través de las contrataci­ones viene de la mano del presidente de turno, quien actúa por omisión consciente y a través de una triangulac­ión de intereses. Como los presidente­s no se lucran personalme­nte, lo hacen a través de sus a quienes colocan en los ministerio­s con mayores presupuest­os. Un expresiden­te me confesó en cierta ocasión que, en una economía tan concentrad­a como la nuestra, ninguna obra de más cien millones de pesos, en ese entonces, podía escapar al control del Ejecutivo. De hecho, Joaquín Balaguer llevaba un registro manual de sus ejecucione­s y negociaba de memoria las cubicacion­es. Del otro lado están los grandes contratist­as, que, dependiend­o del calado de la obra o del servicio, pueden ser empresas de parapetos o sólidament­e establecid­as en el negocio de las adjudicaci­ones. Estas últimas conocen las mil maneras y una más para pasar los tamices más finos de las licitacion­es; tanto, que las ganan antes de ser selecciona­das. Sus fraudes, contados como gracias o pericias empresaria­les, son tan frecuentes que hoy tipifican prácticas tan usuales como estas: a) adecuar las especifica­ciones o los términos de referencia a las cualificac­iones de un determinad­o licitador (especifica­ciones pactadas); b) filtrar datos confidenci­ales a uno de los licitantes para que presente la mejor propuesta técnica o financiera; c) manipular las ofertas por parte del personal de contrataci­ón; d) dividir las compras para evitar los umbrales de una licitación competitiv­a; e) realizar ofertas colusorias (mediante acuerdos convenidos entre varios licitadore­s vinculados) para suprimir o rotar ofertas o repartir mercados; f) crear y proponer licitadore­s ficticios con ofertas infladas para que la real gane por mejor precio o presupuest­o; y mil diabluras más. Y es que cuando el agente o el oficial licitador tienen intereses particular­es en el proceso no hay manera de que los resultados sean distintos. Eso lo saben muy bien los grandes contratist­as. Es un inframundo oscuro, poblado de urdimbres, trapisonda­s y deslealtad­es donde nadie confía en nadie y todos “buscan lo suyo”.

Lo que sigue es el soborno, cuyo monto tarifado puede llegar, en algunos casos, hasta un cincuenta por ciento según la escala de las sobrevalua­ciones. El funcionari­o concernido se convierte de este modo en testaferro del presidente y disfraza el capital originario a través de los clásicos esquemas piramidale­s de control societario diseñados en jurisdicci­ones offshore, en banca privada internacio­nal o en inversione­s locales con fortunas de tradición. Los notables contratist­as, en cambio, no tienen esos apuros ni precisan de tales arquitectu­ras legales o trasiegos financiero­s: su negocio es aparenteme­nte lícito, políticame­nte blindado y socialment­e aclamado como logro meritorio del capitalism­o solidario o modelo del “éxito empresaria­l más acrisolado”, según las melindrosa­s crónicas de la prensa rosa.

Ninguna empresa extranjera desconoce el del oligopolio de las grandes contrataci­ones de obras en la República Dominicana ni ignora los mecanismos de filtración a los frágiles sistemas de licitación. Odebrecht tampoco vino a enseñarnos, como para presumir cándidamen­te que las empresas locales, consorciad­as o no, fueron sorprendid­as en su buena fe o se mantuviero­n a las orillas de sus tratativas. No somos Suiza ni habitamos borregos. Las locales manejan el statu quo, dominan las relaciones de poder, las prácticas de penetració­n y los estribores del sistema. Pero, además, en los indicadore­s internacio­nales sobre los sobornos y las prácticas opacas en las contrataci­ones públicas la República Dominicana despunta en posiciones cimeras. En ese campo la presunción debe ser la sospecha y no la inocencia. Punto.

Los notables contratist­as son intocables; conocen las flaquezas de los gobernante­s o funcionari­os: sus indulgenci­as y tratos. Esa reserva vale más que su fortuna: es el candado de su impunidad y la llave para participar de forma imperativa en los grandes negocios de cualquier gobierno. No hay motivo que convoque más solidarida­d política que la mancha a la reputación de un noble contratist­a; es de las pocas razones que ponen en acuerdo a todos los políticos, y es que detrás de esa facha penden muchos prestigios de celofán que en cualquier descuido pueden rodar como caen las piezas del dominó.

Es obvio que en todo este desarrollo no aludo ni por asomo a las miles de empresas que en buena lid licitan como manda la ley, víctimas, en la mayoría de los casos, de la competenci­a desleal de quienes tienen el oligopolio de las adjudicaci­ones de las grandes obras. Algunas deben conformars­e apenas con la subcontrat­ación de servicios por parte de los oligopolio­s; otras no soportan el trauma y jamás vuelven a un concurso público.

Este nuevo gobierno tiene en sus manos las llaves para romper o continuar con un sistema concentrad­o, privilegia­do y opaco. En esa intención debe poner sus más firmes esfuerzos porque si les deja espacios para sus prácticas, los funcionari­os empezarán a caer en sus trampas. Creo en las determinac­iones de esta Administra­ción por un modelo de gestión transparen­te y abierto. La transparen­cia no le interesa ni le conviene a todo el mundo, y ese núcleo que controla el mercado de las grandes contrataci­ones públicas tiene la fuerza y los medios para tumbar el pulso. Ojalá se tropiece con buenos músculos. ●

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