Diario Libre (Republica Dominicana)

Crónicas del inodoro

- José Luis Taveras

El inodoro me arranca una devoción fetichista: es butaca, confesiona­rio y recipiente. Uno de los pocos asientos donde me coloco en la justa posición de lo que soy: debajo de mi estatura. En él alivio el disimulo de lo que presumo. Es el único espacio de la soledad donde rindo las poses o las tramoyas. ¿Quién puede esconder frente al inodoro sus malditas miserias? Y es que en su quieto pozuelo se descarga la última razón humana: la mortalidad; ese acertijo que no ha podido ser desentraña­do por los espíritus más preclaros, pero que el inodoro prefigura con sádica sencillez.

Sí, la mierda es un desecho virtuoso: nos tasa y rasa en existencia y deja en cuclillas rangos, jerarquías y títulos como construcci­ones de nuestras necias autoestima­s. Nos devuelve a la desnudez primaria; nos arrincona en la igualdad indeseada; nos obliga a vernos y actuar como somos: con pujos, jadeos, cólicos y gritos gloriosos de alivio. Aquí pierden sentido las apariencia­s y quedan sin razones los fingimient­os. A la postre somos confrontad­os con la misma mierda: ricos, pobres, nobles, villanos, grandes, pequeños, negros, blancos y amarillos.

¿Acaso hay algún poder humano que pueda prescindir del inodoro? ¿O alguna virtud, condición o estado que nos equipare tan universalm­ente? El inodoro es arbitraria­mente inclusivo; soberaname­nte indistinto. No hay tiranía que lo sobrepuje en imposición ni rinda a su merced tantos apuros. Nos doblega, nos humilla… nos exculpa a su antojo. En la deposición fecal el Homo erectus es una pretensión fallida; en el inodoro las causas pierden banderas y las grandezas, recogidas, retornan a su real talla.

Para mí, defecar es una portentosa e indomable insubordin­ación de nuestras pobrezas. Pregunto: ¿quién ha podido evitarla, contenerla o perfumarla? Es un llamado que reta las costumbres más discretas. Cuando sus ganas asoman no hay disuasión que desvíe sus designios ni protocolo que excuse merecidame­nte sus apuros. Nos recuerda que el dominio es de la naturaleza y que el inodoro, en esa crónica, es un retablo de su culto. Defecar no solo es ley natural; es un acto de confirmaci­ón humana. ¿Qué apremio apela tan cotidianam­ente a la banalidad de nuestras presuncion­es? Solo la muerte.

Jesús dijo: “¿También vosotros sois aún sin entendimie­nto? ¿No entendéis que todo lo que entra en la boca va al vientre, y es echado en la letrina? Pero lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre” (Mateo 15: 16-18). ¡Qué verdad más pura! Nos avergüenza hablar sobre las imposicion­es de nuestra razón fisiológic­a, pero convivimos sin espantos con las torcidas maquinacio­nes de nuestros corazones. Al decir de Jesús: ¿Qué contamina más nuestra naturaleza? Sentimos rubor por la intimidad fecal, no así por nuestros fríos consentimi­entos a cuadros brutales de convivenci­a. Aplicamos la censura para escribir o pronunciar la palabra mierda mientras proclamamo­s sin disimulos odios y prejuicios de todo tipo como ejercicio de la libertad ideológica de nuestros días en un mundo invertido: de derechos sin obligacion­es, metalizado en sus propósitos, relativiza­do en sus valores e individual­izado en sus proyectos de vida, y en el que el oro, de “excremento del inframundo”, como lo definía Sigmund Freud, devino en razón, centro y fin de vida.

Cuántas toxinas segrega el alma que contaminan la vida, esas que empiezan con una pequeña herida moral, pero que con el tiempo se fermentan en un enfado corrosivo (rencor) y nos arrima a la amargura; luego madura como una memoria oscura y obsesiva del pasado (resentimie­nto) hasta mutar en una repulsión hacia alguna cosa o persona cuyo mal se desea (odio) y finalmente termina con el desquite o desagravio para pagar con el mismo daño (venganza). Ese es el proceso de nuestra venenosa digestión emocional. Más impuro e infecto que el que termina con la excreta de nuestros despojos. El rencor nos arrincona, el resentimie­nto nos corroe, el odio nos consume, la venganza nos mata; la mierda, en cambio, nos alivia, confronta y descarga, confirmand­o que lo que vicia al hombre no es lo que come: es lo que desea y “de la abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12:34). ¿Dónde se alojan, entonces, nuestras verdaderas miserias? ¿En el inodoro o en el corazón? Que Dieu bénisse les toilettes!

PD. No tengo que excusar mi lenguaje; ¡mierda! es mío. Basta con no leerme y punto.

Cuántas toxinas segrega el alma que contaminan la vida, esas que empiezan con una pequeña herida moral, pero que con el tiempo se fermentan en un enfado corrosivo (rencor) y nos arrima a la amargura.

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