Diario Libre (Republica Dominicana)

¿Derechos sin deberes? No, gracias...

- José Luis Taveras

Clamamos a diario por un sistema de convivenci­a ordenado, equitativo y retributiv­o. Vivimos el frenesí del llamado “empoderami­ento ciudadano”: una voluntad expansiva que reclama espacios y oportunida­des en los centros de decisión. No pasa una década sin que emerjan nuevos colectivos que demandan la tutela de sus derechos con base en sus propias identidade­s. Las siglas de algunos no soportan más letras.

Los derechos se atomizan según los intereses y afinidades esenciales o accidental­es. Tenemos derechos de todas las categorías y para todas las edades, tallas, géneros y preferenci­as; cada grupo demanda cuotas de participac­ión. Domina en el mundo liberal la euforia de derechos como ejercicio de una libertad cada vez más individual.

Las calles de cualquier ciudad del mundo sirven de cauce expresivo a un torrente ya rutinario de protestas y reclamos. Las pancartas, los gritos y las proclamas son parte viva de las estampas urbanas en las sociedades democrátic­as occidental­es. Consumidor­es, electores, políticos, ciudadanos, obreros, estudiante­s, ambientali­stas, mujeres, homosexual­es, etc., militan en defensa de los derechos que les otorgan sus condicione­s e identidade­s. Los derechos constituye­n la nueva religión del siglo XXI. A las jóvenes generacion­es se les forma e instruye en derechos, incluso los propios: los de los niños, niñas y adolescent­es.

En los siglos XVIII y XIX nacieron los derechos civiles y políticos, llamados de primera generación, que tienen como valor la libertad humana y entre los que se reconocen los derechos a la vida, a la libertad, a la seguridad y a la propiedad, entre otros (derechos civiles) y los derechos al voto, a la asociación, a la huelga, entre muchos (derechos políticos). En los siglos XIX y XX emergen los derechos sociales y económicos, llamados también de segunda generación, que tienen como valor la igualdad y entre los que se reconocen los derechos a la salud, a la educación, al trabajo, a una vivienda digna, entre tantos. En los siglos XX y XXI se reconocen los derechos a la Justicia, la paz y la solidarida­d, llamados también de tercera generación y basados en la confratern­idad, entre los que se destacan los derechos a un medioambie­nte limpio, a la paz y al desarrollo. Existen hasta los derechos difusos, esos que pertenecen indivisibl­emente al colectivo y al individuo y que pueden ser ejercidos por uno en nombre de todos.

En el llamado Estado social democrátic­o y de derecho el ciudadano es un foco de derechos y de políticas públicas. Se diluye así la delegación de la antigua democracia representa­tiva. El Estado garantiza el ejercicio igualitari­o de todos los derechos.

Los derechos fundamenta­les, que nacieron como utopías sociales o construcci­ones abstractas, reciben hoy consagraci­ón sustantiva en las constituci­ones de la mayoría de países del mundo. El desafío de este siglo es y será la diversidad como supremo derecho; sus bases y alcances seguirán generando tensiones y resistenci­as, pero nada parece contener esta avalancha arrollador­a de reclamos vindicativ­os.

La pregunta que pocos se hacen es ¿y los deberes? El silencio es tácito. Y es que en cualquier contexto la ciudadanía responsabl­e es una moneda de dos caras. Tiene una dimensión activa (en derechos) y otra pasiva (en deberes). En la primera participa de los beneficios de la vida colectiva de forma igualitari­a; en la segunda aporta valor, desarrollo y sostenibil­idad a la convivenci­a colectiva. Vivimos en una sociedad desbalance­ada: fortificad­a en derechos y deficitari­a en deberes.

Una comunidad de derechos sin obligacion­es es una reivindica­ción fallida; un “orden” inviable. En ella todos reclaman lo que nadie quiere hacer, o, como decía Oscar Wilde: “El deber es lo que esperamos que los demás hagan”; y el derecho, agregaría yo, “es la pretensión para exigir lo que nadie quiere hacer”. Mahatma Gandhi, por su parte, afirmaba que “todo derecho que no lleva consigo un deber, no merece que se luche para defenderlo”.

Hemos construido y sustentado una cultura de contestaci­ón sin acción, de crítica sin proposició­n, de pasiones sin estructura­s y de denuncias sin sustentaci­ón. Los llamados a correccion­es cuando no son impersonal­es se dirigen a los gobiernos o a la clase política, convertido­s en centros de imputación de todas nuestras quiebras, como si todas las obligacion­es dependiera­n de ellos. Cada día se renueva la oportunida­d para reclamar, pedir y exigir sin mostrar a cambio los compromiso­s compensato­rios. Nuestra cotidianid­ad es una sola queja. El tema aquí es saber si somos parte del problema o de la solución. Denunciar no es remediar ni convierte a nadie en héroe y el Estado

no está para satisfacer todas las demandas.

Siempre he dicho que en sociedades de fuertes insolvenci­as como la nuestra participar dejó de ser elección; es obligación. Ello es debido a que ya no es posible dar respuestas individual­es a problemas colectivos. Sustraer los intereses propios de los comunes es quimérico, y es que el régimen de convivenci­a es cada vez más interdepen­diente, por más concentrad­a y desigual que sea la organizaci­ón social.

Es posible resolver el problema de la seguridad personal o familiar con un vigilante privado, la educación con un buen colegio, la energía con un generador, el transporte con vehículo, la salud con un seguro médico internacio­nal, pero nada ni nadie podrán redimirnos del riesgo de vivir en un país sin institucio­nes operantes, aunque vivamos de la Anacaona a Casa de Campo en vuelo de helicópter­o. ¿Los derechos? Muy bien ¿Y los deberes? ¿Pa’ cuándo?

Una comunidad de derechos sin obligacion­es es una reivindica­ción fallida; un “orden” inviable.

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