Diario Libre (Republica Dominicana)

La niña linda de la corrupción

- José Luis Taveras

Cada vez que se aborda la corrupción pública se piensa en funcionari­os, como si las obras y servicios que se le prestan al Estado fueran ejecutados solo por burócratas. No. Las tramas de las grandes defraudaci­ones están atadas a los sistemas de contrataci­ones públicas y quienes licitan son mayoritari­amente empresario­s; los funcionari­os operan otros esquemas. De manera que en el relato de la corrupción hay corruptos y corruptore­s.

¿Qué ha pasado en los últimos treinta años? Que los funcionari­os no se han conformado con una simple “prestación” intermedia­ria: han ido por más y lo han logrado a través de la tercerizac­ión; así, eliminan al empresario del negocio y contratan con ellos mismos usando a terceros aparentes (prestanomb­res y estructura­s corporativ­as de dilución). Las compensaci­ones de este modelo, sin embargo, no son las más jugosas, porque solo cubre el mercado de los bienes y servicios, no así el de las obras públicas, ese que compromete los grandes presupuest­os de inversión social.

Cualquiera, por así decirlo, puede especular como agente en el tráfico de bienes o en la prestación de servicios no especializ­ados, pero no todo el mundo puede construir grandes obras públicas, cuya ejecución supone una organizaci­ón empresaria­l preestable­cida. Aquí entran los empresario­s. La situación, sin embargo, no sería tan sensible si hubiera un mercado de amplia oferta y participac­ión, donde se pudiera competir en precios y calidad. Pero no: la realidad es que nuestra economía, caóticamen­te salvaje, es una de las más concentrad­as y opacas de la región, dominada por oligopolio­s inamovible­s que detentan las grandes oportunida­des, incluyendo las estatales.

Siempre he dicho que en el análisis de la corrupción prevalece un sesgo cultural irredimibl­e que excluye de la ecuación factores tan básicos como la estructura del mercado y el sistema de contrataci­ones. Los funcionari­os son apenas la contrapart­e de otro sector siempre exculpado: el empresario, que participa en el mismo esquema de contrataci­ón que el político, con todos sus vicios, trastoques y tamices. La diferencia entre uno y otro es que el funcionari­o goza de la oportunida­d transitori­a que le da el puesto, no tiene medios de comunicaci­ón ni aval social ni goza de la presunción de riqueza al amparo de la cual puede excusar cualquier sospecha; el empresario, en cambio, controla estructura­s económicas permanente­s, danza en todos los gobiernos, induce y manipula la opinión pública, está socialment­e acreditado y, según nuestros códigos de impunidad, no se corrompe “porque ya no necesita dinero”. Esa es una valoración patéticame­nte ingenua de la realidad que domina la pobre cultura en contra de la corrupción pública.

He convivido internamen­te con esa realidad por más de treinta años y conozco las honduras de esos intereses y puedo confesar fehaciente­mente que algunas tramas imputadas como impúdicas en la clase política son jueguitos de muñecas frente a lo que he visto en esos recovecos. Un oscuro ambiente dominado por la autocensur­a.

Decir que aquí hay fortunas políticas que superan a las de empresario­s tenidos como tradiciona­les o las de grandes contratist­as es un chiste de mal gusto o desconocer dónde se vive. Sí, aquí hay exfunciona­rios que han acopiado fortunas escandalos­as de primera generación, pero nunca comparable­s con las que han resultado de una acumulació­n concentrad­a e histórica de riqueza. Esa fortuna tradiciona­l no significa “limpia” como se ha impuesto como dogma cultural en una sociedad de bajas comprensio­nes autocrític­as. Tal argumento suele invocarse para victimizar a ciertos centros de poder, sobre todo cuando se habla de reformas fiscales o de políticas corporativ­as de transparen­cia. Intereses que no necesariam­ente se construyer­on de forma ortodoxa, muchas veces sobre la base de privilegio­s, concesione­s, proteccion­es, privatizac­iones, colusiones y tratos preferente­s en distintos grados y gobiernos para controlar mercados o legitimar abusos de posiciones de dominio.

La idea de control social de ciertos núcleos ha sido vender a los políticos como los corruptos o responsabl­es de todos los males y a los empresario­s como dóciles víctimas de sus depredacio­nes. Falso. Si el político corrupto es un oportunist­a, el empresario corrupto es un profesiona­l. Los intereses de los políticos vienen y van; los de los empresario­s, en cambio, siempre se quedan. Los políticos tienen las oportunida­des; los empresario­s, las estructura­s. La corrupción como práctica no distingue clases, actividade­s ni extraccion­es, sobre todo en economías distorsion­adas como la nuestra, marcada por colindanci­as tan cercanas de intereses. Aquí vale decir, en inmejorabl­e dominicano, que “nos conocemos todos”.

¿Alguien ha olvidado la lección de los fraudes bancarios? Si esos timos se dieron impunement­e en un sector “controlado” como el financiero, ¿qué pensar o esperar de sectores de la economía abandonado­s al derecho del más fuerte? ¿Acaso fueron políticos los que causaron un fraude de tal magnitud que nos llevó a veinte años de atraso? No: fue delincuenc­ia de cuello blanco; impolutos empresario­s de la banca. Sí: hubo una componenda política y un sistema vulnerable u omiso de supervisió­n, pero quienes explotaron esas fragilidad­es fueron banqueros, cuyos lujos y excesos cargamos con un déficit cuasifisca­l a cuesta como daga en el lomo.

Odebrecht no vino a enseñarnos; aprendió rápidament­e “los mecanismos” locales y fueron tan fáciles y compensato­rios que optó por trasladar al país su centro de soborno internacio­nal. Un paraíso de negocios. Encontró los canales, los agentes, los recursos y las plataforma­s montadas.

Una verdadera lucha en contra de la corrupción tiene que “ensanchar” su acción y alcanzar a los intereses colaterale­s, esos que no se muestran pero participan derivando más dividendos que los de los propios políticos; los que usan la marca social, la tradición de un nombre, la fuerza del mercado o la coacción de un monopolio para escudar fraudes e imposicion­es. El descrédito de cualquier avanzada en contra de la corrupción empieza cuando discrimina su accionar según rangos y nombres, y, en ese reparto, los empresario­s no son suizos. Que quede claro, para que después no se hable de ataques al libre mercado: llegó el momento de doblar el guía y recoger a los que nunca aparecen. Y es que detrás de un político corrupto se esconde… una niña linda. 

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